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Humo

Me temo que los juristas somos muy exigentes con el saber técnico y científico ajeno, y muy laxos con nuestro propio ámbito de conocimiento.

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Elogio de la palabra y crítica del bravucón

24 de Julio de 2025

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Maximiliano A. Aramburo C.
Abogado y profesor universitario
maramburo@aramburorestrepo.co

Pasaron más de 20 años y he perdido detalles, pero conservo recuerdos que quienes fueron sus alumnos reconocerán enseguida. Fue una clase de posgrado: entró al salón con una grabadora –artefacto irreconocible para los más jóvenes–, saludó, pidió silencio y comenzó su clase con un fragmento de una ópera de Verdi, quizás el coro de los esclavos, de Nabucco. Luego habló del contexto social y político de la mitad del siglo XIX italiano y comenzó a hablar de Carrara y del pensamiento penal liberal clásico, al que dedicó las sesiones siguientes. No le adornaban cartones académicos, pero era un verdadero connoisseur: había leído y releído en su idioma a los autores que citaba; había escrito y publicado, con bien ganada reputación, páginas memorables. Quienes tuvimos la fortuna de visitarlo, lo encontrábamos leyendo y estudiando en su biblioteca. Ejemplos como el suyo brillan especialmente cuando, por contraste, escasean (o esa sensación tengo yo) personajes de su valía entre la barahúnda de influenciadores que comienzan a dominar los escenarios de la ciencia del Derecho, o de algo que pretende imitarla en este país nuestro.

Es virtualmente imposible inventariar la cantidad de congresos, simposios, seminarios, jornadas y demás. No hay quien se salve: todos participamos en ellos. Las facultades de Derecho –que se siguen fundando, incluso este mismo año–, que compiten en el mercado con menor duración de los estudios o bajísimos costos, prometen poner al alcance de todos un saber accesible, una profesión para los ratos libres, digamos. De los cientos de facultades latinoamericanas, emana el público que alimenta los encuentros académicos (es un decir) de decenas de asociaciones, institutos, colegios, federaciones, firmas, gremios, entidades públicas y privadas, y todo tipo de estructuras organizativas de la profesión o de quienes consumen nuestros servicios.

Troppi avvocati, denunciaba Calamadrei hace poco más de un siglo. Como somos casi medio millón de abogados en el país y muchos miles de estudiantes de Derecho, cada rincón posible de la actividad jurídica tiene sus propios ídolos: hay minutos de gloria para cada cual. Y todos queremos ser reputados en lo nuestro, mea culpa: quisiéramos tener el currículo con el que nos anuncian, ser ese personaje que se parece a la persona falible que en realidad somos, parecernos a esa figura que usa nuestra foto y que, según el anuncio, sabe más de lo que en verdad dominamos.

Es tal la abundancia de información que se produce, que es comprensible que cueste distinguir la paja del trigo. Incluso cuesta responder la pregunta de si tiene sentido hacer esa diferencia: ¿significa algo la llamada ciencia del Derecho para quien apenas se inicia en la carrera?, ¿es ese tipo de saber lo que vende la conferencia a la que asistimos, lo que transmite el posgrado en el que nos inscribimos?, ¿es posible distinguir entre los pergaminos de alguien (perdóneseme el exceso metafórico de referirme a la calidad, con esa antigualla que son los títulos universitarios) y las opiniones de los cientos de speakers que hablan allá o acullá?, ¿alguien para mientes en dónde y cómo se formó quien habla en uno de estos escenarios?, ¿es relevante saber qué ha escrito, en dónde ha publicado, qué fuentes verdaderamente ha leído, qué autores domina, en qué artes ostenta maestría, o cuál es la experiencia desde la que habla?, ¿cómo distinguir al verdadero sabedor, de lo que Umberto Eco llamó, con algo de hartazgo, “legiones de idiotas”?

Me temo que los juristas somos muy exigentes con el saber técnico y científico ajeno, y muy laxos con nuestro propio ámbito de conocimiento. Las exigencias procesales que hacemos respecto de la prueba pericial contrastan con la facilidad con la que democratizamos la repartición de honores (y de honoris) en la antiguamente reputada jurisprudencia. Si cada conferencista antes de hablar tuviera que justificarse ante su auditorio con la misma exigencia que demandamos a los peritos en los procesos judiciales, apenas quedarían congresos. Por supuesto, hay buenas razones para no proceder de esa manera, pero no neguemos lo evidente: hay humo a la venta y tiene abundante clientela.    

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