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Entre la libertad y el miedo que mata la esperanza

La tentativa de homicidio contra un precandidato presidencial no es, como opinan algunos analistas, un lamentable hecho que nos devuelve a tiempos presuntamente superados.

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10 de Junio de 2025

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Joaquín Leonardo Casas Ortiz
Doctorando en Estudios Políticos de la Universidad Externado de Colombia

Pregunta un explorador a una tribu aborigen: ¿todavía hay caníbales entre vosotros?, ¿sois caníbales? A lo que le responden: no, no somos caníbales, nos comimos al último ayer. Si la pregunta se formulara en Colombia en el sentido de: ¿sois violentos? Seguro responderíamos: no, no somos violentos, únicamente matamos y/o aniquilamos al otro para defender la democracia, olvidando que la democracia solo prospera en un ambiente de reconciliación y diálogo. Así, en estos tiempos cada vez más líquidos por los que atraviesa nuestra fallida República y en los que cada vez el fantasma del miedo merodea, no sabemos si asombrarse ante la sistemática y variopinta violencia tiene todavía algún sentido.

La tentativa de homicidio contra un precandidato presidencial, en una contienda electoral que apenas inicia, no es, como opinan algunos analistas, un lamentable hecho que nos devuelve a tiempos presuntamente superados. La llamada época de la violencia no es solo una narrativa histórica de lo que fuimos, es apenas un dato de lo que somos capaces de hacer. Así, lo que acaba de sucederle a Miguel Uribe Turbay, pero también y desde hace décadas, a miles de colombianos cuyas vidas se les arrebata de manera violenta y no pocas veces por motivos fútiles y abyectos, nos conduce a una hipótesis que no siempre estamos a dispuestos a aceptar: somos un país preñado de violencia social, política, económica y jurídica.

Las evidencias están por doquier y cada tanto, la burbuja en la que deliberadamente nos metemos para huir de esa realidad dostoyesca y que preferimos llamar macondiana, explota sin misericordia y sin distinción de clase en nuestra cara y entonces, dizque humillados y ofendidos, apelamos a defender, cueste lo que cueste, los pretendidos valores democráticos y las instituciones que los representan, pero como bien dice Timothy Snyder, no hables de “nuestras instituciones” a menos que las hagas tuyas por el procedimiento de actuar en su nombre. Suele decirse que tendemos a suponer que las instituciones se sostendrán automáticamente incluso frente a los ataques más directos y que ese fue el error que cometieron muchos judíos respecto de Hitler y los nazis después de que formaran gobierno.

Así como también se supuso que la caída del Muro de Berlín representaba el triunfo de la “sociedad abierta” de que nos hablara Karl Popper y que el “fin de la historia” de Francis Fukuyama, implicaba la consolidación y universalización de la democracia liberal como la forma final de gobierno. Vanas promesas. Sucede que los tiempos líquidos y de agitación que caracterizan la sociedad actual evidencian, otra vez, que, como bien dijo Karl Popper, la democracia, a fin de combatir el totalitarismo, se ve forzada a copiar sus métodos, tornándose ella misma totalitaria, lo que explica también que se hable de los enemigos íntimos de la democracia y, en el caso colombiano, esos enemigos íntimos de los valores democráticos se refleja entonces en el tono violento, agresivo e intolerante que acompaña la defensa de esos valores. Los discursos de odio, la intolerancia y los linchamientos por disímiles medios atizando el odio impiden que el otro se exprese libremente, lo paralizan, pues el miedo, como bien se dice, nos cierra las puertas a lo distinto y una verdadera democracia es incompatible con el miedo.

¿Estaremos cometiendo en Colombia el mismo error? Quienes dicen defender la democracia están dispuesto a aniquilar al otro en nombre de la democracia y sus valores, con lo cual no solo se evidencia que el primer enemigo de la democracia es la simplificación, que reduce lo plural a único y abre así el camino a la desmesura, sino también que un ambiente de miedo mata todo germen de esperanza.

Sin duda, son tiempos de peligrosa agitación y polarización política los que vivimos en Colombia, algo que, por supuesto, no es nada nuevo, es nuestra constante histórica y también la de América Latina y todo parece indicar que no tiende a mejorar, pues los sentimientos de angustia, miedo y desesperanza empujan a los ciudadanos a adherirse ciegamente, por ejemplo, a los populismos de izquierda y/o de derecha.

Las tensiones entre los precarios y débiles márgenes de libertad que hoy se tiene y el constante y progresivo miedo y desesperanza que invade a la mayoría de los colombianos frente a la incapacidad del Estado y sus instituciones, no solo de contrarrestar la sistemática violencia que ellos mismos producen –por acción y omisión–, sino de generar espacios deliberativos de respeto por la vida y tolerancia frente a las ideas del otro, un Estado cuya legitimidad de sus poderes públicos cada rato se cuestiona y en donde la corrupción y la impunidad campea sin control, es un Estado ante el cual sus ciudadanos, legitimante, deben preguntarse: ¿qué nos espera cuando no hay futuro?, ¿qué hacer cuando la banalización de la vida es una constante histórica?, ¿cómo hacer para defender la democracia de aquellos que en su nombre la aniquilan? De momento, queda esperar que el atentado criminal y cobarde al precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay no sea apenas el preludio del apocalipsis de lo que se viene en términos electorales, sino el punto de quiebre para que la libertad y la esperanza triunfen sobre lo que Martha Nussbaum llama la monarquía del miedo.

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