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La ética como motor de desarrollo social

02 de Octubre de 2014

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Carlos Mario Molina Betancur

Director Ejecutivo de la Asociación Colombiana de Facultades de Derecho (Acofade)

 

El progresivo desconocimiento de las obligaciones del Estado en materia educativa es una de las principales causas del atraso institucional que vivimos. Mientras que en la mayoría de los Estados desarrollados o en vías de desarrollo el presupuesto anual para educación se encuentra por encima de todos los otros rubros presupuestales, en Colombia ha pasado todo lo contrario: siempre ha sido uno de los presupuestos más reducidos.

 

El resultado no puede ser más catastrófico: un balance objetivo de 23 años de vida constitucional nos deja una educación pública deficiente, así como una educación privada de baja calidad, lo que termina produciendo profesionales mal formados que no responden a la alta demanda de competitividad de la actual sociedad globalizada. Lo que se ha denominado como la “ausencia del Estado educador”, nos arroja como resultado en nuestro país graves consecuencias políticas, administrativas y sociales que reflejan un Estado de descomposición alarmante.

 

A esto se le suma la cultura de la facilidad que, desde el ingreso del narcotráfico en Colombia, acostumbró a una gran parte de la sociedad al dinero fácil, al atajo, al desvío de recursos y al “todo vale”. La pujanza de las grandes fortunas en corto tiempo y chocantes signos externos de riqueza generaron en nuestra juventud un amor por el lujo y la vida fácil.

 

Si del ingreso al país de esta cultura ya conocemos los responsables, no podemos desconocer que también existe un culpable público, silencioso y cómplice, que en los últimos 30 años ha ido soltando las riendas de sus obligaciones en materia educativa, sin preocuparse del vector igualitario que vehicula una educación generalizada y coordinada por el Gobierno Nacional. Es por ello que la administración pública se encuentra acorralada por la corrupción, nuestra justicia no deja de llenar titulares de prensa y los legisladores se encuentran liderando el más alto puesto de desprestigio institucional.

 

El ejemplo francés

Ahora que el Gobierno Nacional decide, por primera vez en su historia, dedicar el presupuesto más importante del Estado para la educación, sería interesante retomar un referente mundial que adoptó la misma posición hace ya más de un siglo. En Francia, desde los escritos del sociólogo Durkheim, a finales del siglo XIX, que pregonaban el cambio de la sociedad a través de la educación de calidad, se comenzó a invertir en profesores y en establecimientos públicos de buena calidad, para lograr una sociedad más justa y desigual. Los resultados son sorprendentes, en apenas un siglo: con un 30 % del presupuesto anual, la educación sobrepasa el presupuesto destinado para defensa, que en la mayoría de los países es el primer rubro presupuestal del Estado. Gracias a una buena educación, Francia logró salir del Estado de precariedad económica en el que se encontraba y logró crear una verdadera sociedad civil homogénea e igualitaria.

 

El 90 % de la educación en ese país es pública y gratuita, desde la maternal hasta la universidad, la mayoría de los establecimientos educativos son financiados por el Estado, algunos de altos niveles de calidad académica y reconocidos a nivel internacional. El Estado francés se ha preocupado no solo por la educación formal, sino también por el financiamiento de establecimientos educativos en donde se preparan los jueces, los políticos y los administradores. De la Escuela Nacional de Administración (ENA), del Colegio de Jueces y de la Escuela de Ciencias Políticas (Sciencepo) salen elites de funcionarios que sirven al Estado con altos niveles de eficiencia, compromiso social y ético con la sociedad. Dicha inversión generó en la sociedad gala un importante desarrollo económico y social que la convirtió en un referente obligatorio, atrayendo hacia sus instituciones de educación las más destacadas élites políticas y económicas del mundo.

 

En este sentido, Francia se adelantó casi un siglo a las recomendaciones de la Unesco de 1998, que establecían para el mundo una educación inclusiva, globalizada y de calidad. Seguramente inspiró a la comisión de sabios de 1994, que recomendó una carta de navegación, para que Colombia dejara de ser dos naciones a la vez: “una de papel y otra de cruel realidad”.

 

De cierta forma, Francia también se adelantó al informe del Banco Mundial sobre la educación en Colombia 2009, en donde Jamil Salmi propone una educación universitaria de rango mundial. Todos estos informes recogen, en cierta forma, parámetros necesarios para la educación del siglo XXI, que buscan un ciudadano más ético que jalone los indicadores de desarrollo social que establece el Banco Mundial, el Foro Económico Mundial y la Fundación Heritage: bajo desempleo, bajos índices de corrupción, menor desigualdad, mayor seguridad jurídica, mayor innovación, menor tasa de mortalidad infantil, mejor planificación urbana y mayor apertura y movilidad educativa y laboral, entre otros.

 

Los fundamentos

Una sociedad edificada bajo estos preceptos podría llegar a construir un Estado homogéneo e igualitario, en donde cada ciudadano sería responsable y consciente, tanto en la utilización de sus derechos como en la realización de sus deberes. Este importante cambio social a través de la educación se fundamentaría, según los expertos, en dos grandes columnas: la primera, en el valor social de la educación, el cual debe transformar y forjar la sociedad; y la segunda, en la intervención del Estado como garante y responsable del comportamiento social de sus asociados.

 

El primer pilar persigue cuatro fines: universalidad de conocimientos, para que sea la razón la que ilumine y nutra los destinos de la sociedad; positivismo, para que el individuo transforme la sociedad a través de sus conocimientos; perfección, para que la sociedad haga avanzar el ser humano dentro de un grupo; y maleabilidad, para que el ser humano se transforme y moldee de acuerdo con las necesidades de la sociedad en la que vive.

 

El segundo pilar es considerado como necesario para erradicar la ignorancia del ser humano, para garantizar la adopción de conocimientos comunes, para crear un sentimiento general de moralidad y de solidaridad y para facilitar un mejor funcionamiento de las instituciones democráticas.

 

Si la deficiente educación que hemos tenido nos sirvió para medio construir el país violento que hoy tenemos, es el momento de darnos cuenta de que los tiempos han cambiado y que nuestro sistema educativo es impropio. La educación que se nos brinda actualmente no ofrece las herramientas necesarias para el adecuado desarrollo de la personalidad y para el libre crecimiento de las nuevas generaciones: el mundo es hoy más reducido, altamente informatizado, lógico y ágil.

 

Colombia no está adaptada para afrontarlo. La competencia de la mundialización a la cual se dirige hoy la sociedad del futuro, fruto indudable de la invención de la informática, ha engendrado un movimiento mundial de reevaluación del sistema educativo y de la necesaria transformación ética de nuestros ciudadanos. Si con la solicitud formal de ingreso de Colombia a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) se pretende avanzar en indicadores de desarrollo, esto no tendría por sí solo una incidencia en el desarrollo social de nuestro país sin un cambio considerable en la cultura de lo ético y de la legalidad. Por ello, es bienvenida La Agencia Nacional de Competitividad, que viene de ser incluida en el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018, en donde se contempla una gran estrategia para atacar la ilegalidad y volver a la cultura ética de la formalidad.

 

Sin embargo, en muchas facultades de Derecho de nuestro país la ética sigue siendo un curso de “relleno”, en otras facultades el programa es optativo y, en muchas, ni aparece en los pénsums académicos. Es el momento de revisar nuestras estructuras educativas y fundamentar en la ética los principios básicos que necesita la nueva sociedad colombiana del siglo XXI. La ética debe volver a ser el curso más importante de los planes de estudio de todos los programas educativos del país.

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