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28 de Marzo de 2024 /
Actualizado hace 18 horas | ISSN: 2805-6396

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Especiales / Academia


“El nuevo examen para abogados: un remedio más grave que la enfermedad”: Acofade

01 de Agosto de 2018

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Porfirio Bayuelo Schoonewolff

Presidente de la Asociación Colombiana de Facultades de Derecho (Acofade)

 

Como recientemente lo dijo en estas páginas Ramiro Bejarano Guzmán, director del Departamento de Derecho Procesal de la Universidad Externado de Colombia, “el nuevo examen para abogados es un esperpento” (lea también Populismo legislativo).

 

Esto lo ha reiterado también en este medio la Asociación Colombiana de Facultades de Derecho (Acofade), por cuanto la Ley 1905 del 2018 no es buena, ni va a contribuir a mejorar el lamentable estado de descomposición en el que se encuentra la justicia y el Derecho en nuestro país. A pesar de las advertencias que se les hiciera a los ponentes sobre los inconvenientes que presentaba el proyecto de ley, esto no fue obstáculo para que se siguiera con el procedimiento legislativo. Ahora como ley de la República no hay nada más que hacer y se deberán asumir las consecuencias ante la Corte Constitucional.

 

En primer lugar, la ley no fue consultada con ninguna facultad de Derecho del país, sabiendo que una norma que afecte los derechos fundamentales de los colombianos, no solamente debe tener un amplio respaldo y consulta en la comunidad o grupo social que la padece, sino que dicho trámite, al crear un nuevo requisito para el ejercicio de la profesión de abogado, vulnera y afecta considerablemente el núcleo esencial de los derechos fundamentales de ejercer profesión u oficio y al trabajo. Es decir, dicha ley estaría violando, en principio, la cláusula de reserva de ley estatutaria.

 

Además, la nueva Ley 1905 del 2018 impone un examen practicado por una entidad del Estado, que no es la más respetable en la comunidad jurídica, y que pretenderá evaluar únicamente a quienes son estudiantes de pregrado en un programa de Derecho, situación que lesiona el núcleo esencial del derecho fundamental de ejercer libremente una profesión, además de crear una nueva limitación a la cual solo los estudiantes de Derecho deben someterse, impidiendo que los mismos después de certificar los múltiples requisitos que ya tienen en su facultad para obtener el título de abogado, tengan ahora otro nuevo en cabeza del Estado.

 

Limitación profesional

 

La “carrera” de abogado, que habitualmente le lleva a un estudiante siete años de esfuerzo y difícil financiamiento, antes de aprobar cinco años de estudios, dos años de práctica jurídica, la aprobación de cinco preparatorios, y la redacción de una tesis de grado u judicatura, le corresponde ahora gastar otros dos años como mínimo en la aprobación de un examen de Estado. Esto genera una gran limitación profesional, además de una importante discriminación frente a muchas otras profesiones, que ahora se realizan en tres o cuatro años de estudios. 

 

En segundo lugar, el nuevo requisito impuesto, de presentar examen de Estado para ejercer la profesión de abogado, no es exigible para todos los abogados, cualquiera sea el oficio a que se dediquen: asesorías, consultorías, consejos, redacción de expedientes, trámites en notarías, entidades del Estado, etc., sino solamente a quienes opten por litigar ante los estrados judiciales, representando intereses ajenos. Eso significa, como lo mencionaba el profesor Bejarano, que para ser asesor, consultor o representante legal de una empresa o funcionario de una entidad pública, no se requerirá aprobar el examen de Estado, lo cual no deja de ser paradójico.

 

En tercer lugar, una profesión con dos títulos de certificación de competencias, uno expedido por la universidad y otro por el Consejo Superior de la Judicatura, crea una mayor confusión en la profesión, y para los ciudadanos, que finalmente no sabrán distinguir entre los dos tipos de abogados. Además, crea en la misma profesión un enfrentamiento grande de discriminación para aquellos que no obtengan o no deseen presentar el mencionado examen. Si una adecuada reforma a la profesión del abogado exige de la comunidad jurídica profesionales expertos y bien preparados, lo que crea la ley es una mayor confusión, al establecer dos tipos de abogados: unos con tarjeta para litigar y otros con título universitario para hacer múltiples funciones de asesoría y consejo jurídico: ¿cuál de los dos es el mejor?

 

En ese sentido, la confusión para la comunidad en general será terrible, por cuanto la ley exige un examen para los abogados que quieran litigar ante los jueces, pero no lo exige para los jueces que van a contestar y fallar las demandas de los abogados, ni tampoco para los funcionarios que laboran en oficinas jurídicas, asistentes de despachos de entidades públicas ni para los asesores jurídicos que trabajan en oficinas y cabinets de abogados.  

 

En cuarto lugar, la ley es una gran afrenta en contra de la educación superior de nuestro país, cuando le quita de un tajo la competencia que por tradición el Estado le había atribuido para garantizar la idoneidad en la formación de los abogados. Un nuevo ranking de facultades de Derecho está por nacer: aquellas de donde salen los estudiantes que obtienen los mayores resultados en los exámenes del Consejo Superior de la Judicatura. Dicho ranking entrará en conflicto con los que ahora se conocen de los resultados obtenidos en las pruebas Saber Pro, realizados por el Icfes y avalados por Acofade. En ese sentido, los nuevos exámenes exigidos para los abogados terminarán convirtiéndose en una terrible frustración para muchos jóvenes profesionales.

 

En quinto lugar, por expreso mandato constitucional, es el Gobierno Nacional quien ha ejecutado la función de control de calidad de la formación profesional. Esta función la ha ejercido tradicionalmente por medio del Ministerio de Educación Nacional, quien ha desarrollado la tarea de inspección y vigilancia de la educación, así como la proporción de la información para el mejoramiento de la calidad de la educación, en este caso, la educación superior.

 

¿Vicios de inconstitucionalidad?

 

En efecto, la Ley 1324 del 2009 “por la cual se fijan parámetros y criterios para organizar el sistema de evaluación de resultados de la calidad de la educación, se dictan normas para el fomento de una cultura de la evaluación, en procura de facilitar la inspección y vigilancia del Estado y se transforma el Icfes”, establece que en aras de cumplir el mandato constitucional de inspección y vigilancia de la educación, el Icfes es la empresa estatal de carácter social, descentralizada del orden nacional, con personería jurídica, de carácter especial y adscrita al Ministerio de Educación, competente para realizar dichos exámenes.

 

Teniendo en cuenta lo anterior, la nueva ley vulneraría el principio constitucional de separación de poderes, de autonomía judicial y autogobierno de la Rama Judicial, puesto que se pone en cabeza del Consejo Superior una función que le es totalmente ajena a las que la Constitución le dio a esta entidad desde 1991 y en los desarrollos legislativos y reglamentarios de la misma (A. L. 02/15). Pese a que la potestad legislativa de regulación recae en el Congreso de la República, este nuevo mandato legal confiere una función extraña al objeto del Consejo Superior de la Judicatura, que pertenece a otra entidad estatal (Icfes), en cumplimiento de un mandato constitucional en cabeza del Gobierno de la República y no al de la Rama Judicial.

 

Por último, la nueva ley es una irresponsable improvisación del legislador, puesto que primero se debió promover la creación de la colegiatura de abogados o llamar a Acofade, que reúne a más del 90 % de las facultades de Derecho del país, con el fin de desarrollar y diseñar las pruebas de Estado para ejercer como litigante la profesión de abogado. Otro mecanismo, mucho más efectivo y confiable, si aceptáramos la necesidad de un examen para los profesionales del Derecho, sería la obligatoriedad de aprobar las pruebas de Estado Saber Pro para poder obtener el título de abogado, sin discriminación entre litigantes y no litigantes. También, la obligatoriedad para jueces y abogados de respetar unos códigos deontológicos de ética, establecidos por la comunidad jurídica, sin los cuales ninguna actividad de litigio estaría permitida, y su violación sería sancionada gravemente por el mismo gremio, como se hace en la mayor parte de los países desarrollados.

 

Como lo mencionaba el profesor Bejarano, el supuesto remedio podría llegar a ser peor que la misma enfermedad. La Corte Constitucional tiene la última palabra.

 

*Sección patrocinada. Las opiniones aquí publicadas son responsabilidad exclusiva de Acofade.     

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