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Actualizado hace 7 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Análisis


En tiempos de pandemia: diagnóstico del acceso a internet como derecho

14 de Abril de 2020

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Édgar Hernán Fuentes-Contreras

Director de Derecho Público Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano

Miembro Instituto Internacional de Derechos Humanos - Capítulo Colombia

 

Si el diagnóstico de los derechos sociales no es favorable, difícilmente puede serlo frente a un “derecho” como el acceso al internet cuando a este se le vincula escasamente con un “medio” o “espacio” donde deben garantizarse otros derechos humanos.

 

Es, en ese preciso marco, que pueden leerse los resultados de la encuesta hecha, en mayo de 2019, por .CO Internet, donde el 96 % de los colombianos encuestados (1.040) manifestaron que el acceso a internet debía ser considerado como un derecho fundamental: lo que muestra, de cierta forma, no solo una pretensión ciudadana, sino también una comprensión práctica de aquello que se viene llamando como revolución digital.

 

Dicha revolución que parecía una apuesta aspiracional, en tiempos donde la virtualización y la toma de medidas para procurar, por ejemplo, la continuidad o “normalidad” de los servicios educativos, resulta más que razonable y necesario.

 

Si bien esa “normalidad” es una utopía en el confinamiento y aislamiento que intenta impedir la propagación y mitigar el SARS-CoV-2, la continuidad de la educación, en la medida de lo posible, puede ser una salida sustantiva (aunque parcial) a la crisis. Por esto, la obligación (de valorar y) de compaginar las clases virtuales sincrónicas con elementos de aprendizaje asincrónico, mientras se accede a otro mundo posible.

 

Pues bien, y ante problemas notorios de conectividad que se están sufriendo, incluso, para estudiantes y docentes, se cuestiona sobre la validez y la oportunidad de pensar en un “derecho fundamental al acceso al internet”.

 

Lo cierto es que ya lo han hecho diversas legislaciones y la propia normativa internacional, en la que el acceso al internet ha dejado de ser visto como un servicio para tomar un rol diferente y cercano a una reivindicación de tipo esencial. Así lo hizo, por ejemplo, el Consejo de Derechos Humanos, en el 2016, durante el 32º periodo de sesiones, y cuando se construyó la Carta de Derechos Humanos y Principios para Internet (2010) por parte de la Coalición IRP, donde se declara que: “Toda persona tiene igual derecho a acceder y utilizar Internet de forma segura y libre”.

 

Aunque existen manifestaciones más tempranas de la sociedad civil, como la Declaración de Independencia del Ciberespacio (1996), la Carta de Derechos en Internet de la Asociación para el Progreso de las Comunicaciones (2006), la Carta sobre Innovación, Creatividad y Acceso al Conocimiento (2009) y la Declaración de Privacidad de Madrid (2009) y observaciones de organizaciones como la Ocde, mediante el “Comunicado sobre los Principios para las Políticas de Internet” (2011), y el Consejo de Europa, con “Guía de los Derechos Humanos para los usuarios de internet”(2014), entre otros, ninguno de ellos realza tanto la necesidad de su reconocimiento como los acaecimientos actuales: en donde el acceso a internet debe ser pensado como un derecho fundamental prestacional que requiere someter a las políticas públicas y a las directrices estatales para buscar su eficacia, dentro de la propia igualdad material. [Y pese a reconocer su contenido prestacional, como con los llamados “derechos de segunda generación”, no por ello debe dejarse de valorar su carácter fundamental].

 

Al final, la inclusión digital, más allá de lo ventajoso para los desarrollos económicos, culturales y sociales, como derecho permite la generación de un proyecto de vida social e individual, más allá de la actual contingencia.

 

De allí que, pese a los tropiezos que han tenido los proyectos de acto legislativo en el 2011 y el 2019, el carácter de derecho fundamental del acceso del internet puede estar solventado el artículo 94 constitucional, que ya fue empleado por la jurisprudencia para la filiación real, habeas data, mínimo vital, protección a las víctimas y la negativa frente sobre el porte de armas.

 

Sin embargo, hay mucho trabajo aún y no solo de percepción o reconocimiento. Esto es si se toma en cuenta comparativamente el boletín del último trimestre del 2019 del Ministerio de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (Mintic), donde se habla que solo 6,9 millones hogares tienen acceso a este servicio, y el dictado por el Dane, en febrero del 2020, que confirma una población de 50.372.424, con cada vez más hogares de tipo unipersonal. Esto integrado con la situación, descrita por el Mintic, de departamentos como Vichada, Guainía, Amazonas y San Andrés y Providencia que contaban con una velocidad de descarga promedio de internet fijo, en lo residencial, entre 1,0 y 1,6 mbps, frente a uno nacional de 10,8 mbps. De suerte que la brecha digital, como la económica y social, sigue siendo amplia, problemática y un reflejo del largo camino que espera.

 

Así las cosas, la adecuación restringida por muchos factores que son ampliamente conocidos (y que no se limitan a que pueda llegar las redes), muestran que no estamos aún encaminados, como en muchos otros aspectos, a las exigencias sociales y globales. De tal modo, la realidad resulta más inverosímil de lo que se cree y se suele optar por tomar las advertencias no atendidas como una expresión casi profética, tal como sucedió con lo expresado por Bill Gates, en la Conferencia de Seguridad en Múnich, en el 2017, cuando decía “para luchar contra las pandemias globales, también se debe luchar contra la pobreza”. Al final, se termina, como suele pasar, añorando más lo complejidad de lo deseable, que la atención propia a lo previsible.

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