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Opinión / Columnistas on line


Retenes

05 de Enero de 2016

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Por Juan Martín Fierro

Director de ÁMBITO JURÍDICO

@jmartinfierro

 

En los últimos días, he percibido un aumento en el número de retenes policiales en Bogotá. A lo largo de la Calle 63, que es la que más frecuento para ir de la casa al trabajo, conté siete retenes, y en uno de esos, a la altura de la Carrera 24, me hicieron detener el vehículo.

 

Lo primero que advertí, es que no se trataba de policías de tránsito, identificados como tal, sino de policías de vigilancia, que reaccionaron con grosería a la pregunta elemental de ¿están ustedes autorizados por la ley para detener vehículos que puedan estar violando las normas de tránsito? En resumen, para ellos “policía es policía”, “la policía es nacional”. Y punto.

Al retomar mi camino, comencé a preguntarme si los bogotanos asociamos más retenes con más seguridad, especialmente en estos primeros días de la administración Peñalosa en los que la premura es transmitirle a la gente una rápida sensación de “cambio”. Al menos en mi caso, la respuesta es un “no” rotundo. No creo que este tipo de operativos, por demás invasivos y abiertamente inconstitucionales (“¿quién le ha dado permiso de volver a subirse al carro señor?”, me espetó el agente cuando pasé los documentos y me senté en el asiento del conductor a esperar su verificación) repercutan positivamente en las cifras de criminalidad de la ciudad. Puede que cumplan una función disuasiva, pero el ciudadano de bien no lo percibe de esa forma. Para quienes no tenemos cuentas pendientes con las autoridades y pagamos cumplidamente nuestros impuestos, se trata de un abuso del poder de policía que no pocas veces cae en flagrante violación del código penal.

 

Montar más retenes no nos hace sentir más seguros, a no ser que la policía informe constantemente de grandes golpes a la criminalidad por esa vía y no nos hayamos dado cuenta. En cambio, lo que sí percibe de inmediato el ciudadano es que la razón de ser del retén no es su seguridad sino la caza del posible infractor de tránsito, su sanción y en consecuencia, el lucro, la eventual extorsión. Esculcar a la gente que transita en función de su rutina diaria, hacerla bajar de sus vehículos sin razón aparente, es desconocer de entrada el principio de la buena fe (quien conduce un vehículo cumple con los requisitos de ley para hacerlo) y de paso, limitar con la excusa de proteger el interés general (materializado en la seguridad ciudadana), la libertad fundamental de locomoción y desplazamiento. A quien sí hay que detener, es al vehículo infractor, al que viola flagrantemente una norma de tránsito, al que circula expulsando cantidades industriales de humo, al que pueda resultar sospechoso en virtud de un operativo que busca ubicar y neutralizar a un delincuente que se desplaza en cierto tipo de vehículo en una determinada zona de la ciudad. Pero parar por parar no es legítimo y tampoco mejora la relación agente-ciudadano.

 

Si encontráramos en la policía un trato respetuoso, preventivo y pedagógico, tal vez seríamos más tolerantes a sus constantes e injustificados requerimientos. Pero no, la actitud policial siempre parte del enfoque punitivo, presupone la mala fe del conductor y en no pocas ocasiones está al acecho para extorsionarlo a la menor oportunidad, en preocupante manguala con la mafia de las grúas que se sigue enriqueciendo sin justa causa a costa de los ciudadanos. No hay que olvidar que el parte, como acto administrativo que es, puede impugnarse en ejercicio del derecho de defensa, lo cual importa poco a las autoridades de una ciudad que de antemano exigen el pago de este tipo de servicios sin que se haya controvertido siquiera el fundamento de la sanción. Cuando caemos víctimas de esta alianza perversa entre policía de tránsito y autoridad distrital, ya es demasiado tarde: hemos sido condenados y debemos pagar las costas del proceso (la grúa) antes de poder ejercer nuestro derecho de defensa. En consecuencia, no es cierto como dicen algunos, que más retenes equivalgan a más seguridad y a más tranquilidad en la percepción del ciudadano. La policía de los retenes intimida, atropella, y no pocas veces delinque.

 

Para rematar, la concentración de efectivos policiales en retenes contrasta con la claudicación de la autoridad uniformada, por ejemplo, en el centro de Bogotá, donde el hampa y la indigencia hacen de las suyas. Si en realidad la policía quiere transmitirnos la sensación de que vivimos y transitamos más seguros y más tranquilos, debe hacer más, mucho más, por mejorar la movilidad, reducir a las bandas criminales, combatir el microtráfico y las distintas modalidades de hurto. A nosotros como ciudadanos, nos cabe desde luego, el correspondiente deber de coadyuvar en esa lucha diaria y sin cuartel. 

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