Columnistas
Clima de negocios
02 de Noviembre de 2011
Francisco Reyes Villamizar Miembro de la Academia Internacional de Derecho Comercial francisco.reyes@law.lsu.edu
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Un reconocido consultor internacional, de visita en nuestro país, manifestó su justificado horror ante la colombianísima práctica conocida como el registro del portátil. Luego de interminables filas en edificios públicos y privados, el visitante se vio sucesiva e invariablemente sometido a la tortura de diligenciar un formulario en el que debía consignar, cuando menos, su nombre como propietario del computador; pasaporte, modelo y marca del equipo; la oficina a la que se dirigía en cada ocasión; el número de serie del portátil y la firma del usuario. Todo ello escrito cuidadosamente a mano, por supuesto. Despacio y con buena letra. Y como si este trámite kafkiano e inusual fuera poca cosa, debía someterse a otro ritual consistente en la inspección pormenorizada del equipo y a la meticulosa confrontación de los datos aportados por el sospechoso propietario. Después de esta diligencia, se le autorizaba para pasar a otro mostrador a fin de identificarse nuevamente con documentos y huellas digitales y, si todo estaba en regla, podía ser, finalmente, autorizado a ingresar en las instalaciones.
¿Cómo puede explicarse esta ridícula costumbre única en el mundo? Es como si aquí no existieran candados, cerraduras o pólizas de seguros contra robos. Un trámite tan absurdo, como es apenas obvio, solo sirve para garantizarle inmunidad plena a cada funcionario al que se le asigna un portátil. Si este se pierde, no será su culpa, sino la del vigilante, por no haber diligenciado adecuadamente el formulario.
Al margen de la anécdota, lo grave de este asunto es que casi todos aquí consideran que estas prácticas son normales. Por ello se han extendido a lo largo y ancho del país. Se cree que el descuido de algún oficinista que pierde su equipo justifica castigar a toda la ciudadanía y se asume que todo asunto espinoso puede resolverse mediante la creación de un trámite burocrático, por absurdo y engorroso que este resulte. El registro del portátil forma parte de un extenso listado de procedimientos inútiles que todos parecemos aceptar con complacencia: la verificación telefónica antes del pago de cada cheque, el cambio de claves, la autenticación de toda firma, la denuncia policial ante la pérdida de cualquier documento y la prueba de supervivencia, entre otros miles de infames procedimientos a que estamos sometidos diariamente. Esta actitud no es sino el síntoma elocuente de una dolencia incurable que el profesor Keith Rosenn ha identificado con la herencia patrimonialista de españoles y portugueses en América Latina. Se trata de una mentalidad proveniente de la colonia, en la que el papel sellado sirve para suplir la ausencia de un sistema jurídico sofisticado y eficaz.
Entre tanto, las autoridades nacionales, a voz en cuello, afirman su compromiso y decisión de suprimir trámites y avanzar hacia un clima de negocios más propicio. Y la campaña increíblemente les ha dado algunos frutos. El país ha mejorado sustancialmente en el índice del Banco Mundial, conocido como Doing Business. En el último de estos reportes, vigente para el 2012, Colombia ha avanzado del puesto 47 al 42 y ya les pisa los talones a los países más avanzados pertenecientes a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
Es bueno creer en los índices internacionales, particularmente cuando provienen de entidades serias como el Banco Mundial. Pero, ¿será verdad tanta belleza, cuando la realidad cotidiana local se muestra tan tozuda? Resultan por lo menos paradójicas las declaraciones de Sylvia Solf, una de las funcionarias del Banco encargadas de llevar a cabo el muestreo, cuando afirma que uno de los grandes avances de Colombia “es la simplificación de la administración tributaria a través del uso de mecanismos electrónicos”. ¿Será que el Banco ignora que, conforme al reciente decreto promovido por la DIAN, solo para sacar el RUT es necesario acudir personalmente a las oficinas de la entidad, armado de recibos de agua, luz y teléfono, cédula y quién sabe cuántos papeles más? Podrá ser mínimamente creíble que Colombia ocupe el quinto puesto entre 183 países clasificados, en cuanto tiene que ver con la protección de inversionistas. ¿A quién podrá habérsele ocurrido semejante despropósito? Por lo demás, este último índice es inconsistente con la medición que el mismo Banco hace sobre la eficacia de la función judicial en el cumplimiento de contratos. En este último ranking nuestro país ocupa el puesto 149, es decir, que el sistema es deplorable. Así las cosas, ¿cómo puede ser tan buena la protección a los inversionistas si no se pueden hacer valer judicialmente los acuerdos de inversión?
No hay que hacer grandes análisis empíricos para concluir que el formalismo aplastante que prevalece en nuestra región es uno de los mayores desestímulos para la actividad empresarial, la inversión local y la atracción de capitales extranjeros. Es evidente, así mismo, que mientras esta mentalidad subsista será muy difícil superar los conocidos escollos que impiden el desarrollo económico. Pero debe quedar claro también que no son sólo los funcionarios públicos y los legisladores quienes promueven esta actitud. Los empresarios y ciudadanos en general también estimulamos el deplorable estado de cosas mediante la tolerancia y la pasividad ante prácticas tan absurdas como las indicadas.
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