Columnistas
Un proceso indebido
19 de Octubre de 2011
Orlando Muñoz Neira* Abogado admitido en la barra de abogados de Nueva York
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No siempre es fácil mantener la atención de los asistentes a una clase de debido proceso, entre otras cosas, porque su contenido tiene que ver con una serie de principios y cláusulas que, explicados en forma abstracta y sombría o incluso con ejemplos demasiado obvios, pueden despertar uno que otro bostezo. No obstante, estudiar el debido proceso a la luz de aquellos juicios que en la historia han sido famosos por violar las garantías más mínimas resulta ser algo mucho más interesante e instructivo. Uno de ellos, tal vez el más conocido en nuestra cultura occidental, es el juicio a Jesús de Nazaret. Aunque no pretendo, ni por asomo, desatar siquiera las sandalias de los expertos que han analizado este juicio a fondo (Earle L. Wingo, George R. Dekle, Steven W. Allen, entre otros), resulta atrayente comentar, a vuelo de pájaro, la sarta de violaciones al debido proceso en el juicio que culminó con la crucifixión de nuestro Señor. Veamos:
Una característica del debido proceso consiste en que el acusado cuente con un juez imparcial y competente según las reglas procesales. En el caso de Jesús, ese juez, que finalmente terminó siendo Poncio Pilato, no solo estuvo presionado por la muchedumbre judía, sino que buscó, desde un principio, declararse incompetente. Primero, les sugirió a los acusadores judíos juzgarlo según la ley de estos: “Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley” (San Juan, 18, 31); pero los judíos se consideraron incompetentes bajo el argumento de que no les era lícito dar muerte a ningún hombre, y era la pena de muerte la que pretendían que se impusiera a Jesús. Luego, Pilato planteó un conflicto negativo de competencia a Herodes Antipas, pues consideró que, siendo Jesús galileo, Herodes tenía jurisdicción personal sobre Jesús. Pero Herodes no tomó el asunto en serio, y esperando que Jesús le hiciera algún milagro, ante el silencio del acusado, decidió no aceptar su competencia y retornar el caso a Pilato, quien optó por asumir su conocimiento (San Lucas, 23, 6-12).
Otra peculiaridad del proceso contra Jesucristo fue la intención que tuvo Pilato de aplicar el principio de oportunidad cuando buscó liberarlo al amparo del derecho consuetudinario del momento, según el cual, durante la Pascua, un preso era perdonado. Era un típico principio de oportunidad, porque implicaba la renuncia a la persecución penal. Un debido proceso exige que cuando una causal de este principio pueda ser aplicada, el juzgador proceda a su análisis iluminado por la idea de justicia y no bajo presiones. Sin embargo, Pilato sometió la elección a la opinión del tumulto, que entre Jesús y un malhechor de nombre Barrabás, escogió a este último (Juan, 18, 39-40 y Marcos 15, 6-15).
También identifica al debido proceso el que el juicio se celebre sin dilaciones injustificadas; claro, la dilación es apenas una cara de la moneda, porque los juicios sumarios donde no se da tiempo alguno para que la defensa sea efectiva, también menoscaban el debido proceso. En el caso del juicio contra Jesucristo, la forma en que fue capturado, sin orden judicial previa, e incluso, sin previa acusación, proceso que se desarrolló todo prácticamente en un día, resultó ser una forma de menoscabar la institución de la que venimos hablando. Y, a propósito del derecho de defensa técnica, otra columna esencial del debido proceso, brilló por su ausencia en este juicio. Podría uno atreverse a pensar que tal vez ese defensor pudiera haber sido Pedro, pero como bien lo relatan los evangelios, y tal como lo había anunciado nuestro Señor, Pedro lo negó tres veces, antes de que el gallo hubiera cantado dos veces (Marcos 14, 30 y 14, 66-72, y Juan 18, 15-18).
La motivación suficiente de las decisiones judiciales, rasgo distintivo del debido proceso, tampoco estuvo presente en este juicio. Pilato, el juez, se mostró indeciso, e incluso mostró públicamente a Jesús, luego de haberlo mandado a azotar, con estas palabras: “Mirad, os lo traigo fuera, para que veáis que no encuentro culpa en él” (Juan 19,4). Pareciera que la razón más fuerte que movió a Pilato a condenar a muerte a Jesús fue la alegación de la multitud de que Jesús estaba desafiando la autoridad del César al declararse rey a pesar de que Jesús había dejado bien en claro que era rey pero no de este mundo.
Estoy seguro de que sería pertinente hacer muchos otros comentarios, con más profundidad y espacio, sobre las enseñanzas que el juicio contra Jesús nos deja a los abogados penalistas de hoy, pero más allá del estudio sesudo que sobre el particular se pueda hacer, creo que este proceso es un ejemplo por excelencia del error judicial, y una razón poderosa para que los crucifijos estén en no pocos despachos judiciales; son ellos el símbolo de lo que puede pasar cuando la justicia penal, estimulada por las arengas del pueblo enceguecido y sediento de venganzas infundadas, termina por darle a este pan y circo, antes que al acusado y a las víctimas el debido proceso que la dignidad humana reclama.
*Las opiniones de esta columna son exclusivas de su autor y no comprometen la posición de su actual empleador.
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