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Actualizado hace 14 horas | ISSN: 2805-6396

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De la acción penal privada y el abandono estatal de sus potestades

31 de Enero de 2017

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Helena L. Hernández

Abogada auxiliar de la Sala Penal del Tribunal Superior de Antioquia

 

Con el propósito de descongestionar el sistema judicial, una nueva y desafortunada creación legislativa fue aprobada por el Congreso. La Ley 1826 del pasado 12 de enero, que establece un procedimiento penal especial abreviado y regula la figura del acusador privado, se sumará al copioso listado de leyes infructuosas y contrapuestas a la naturaleza del inmaduro sistema penal oral con tendencia acusatoria.

 

Bajo los presupuestos de la mencionada normativa, se implantará un procedimiento penal paralelo al ordinario, pero abreviado, el cual se aplicará a las conductas punibles que requieren querella para el inicio de la acción penal. Entre la lista, se encuentran las lesiones personales dolosas, la inasistencia alimentaria y el hurto. En dicho procedimiento, las audiencias se reducirán de 5 a 2 (solo quedará audiencia concentrada y juicio oral). Se consagra, además, la figura del acusador privado, quien hará las veces de fiscal. En este último caso, únicamente el querellante legítimo -la víctima y demás previstos en la ley-, estará facultado para ejercer la acusación privada a través de un abogado o estudiante de consultorio jurídico.

 

Lo anterior estará precedido por la autorización de la fiscalía sobre la conversión de la acción penal pública a privada, momento a partir del cual la investigación y acusación corresponderá al acusador privado. Estas competencias las conservará hasta el final del procedimiento, siempre y cuando la fiscalía no revierta dicha autorización.

 

Aunque aún falta por establecerse la respectiva reglamentación por parte de la Fiscalía, al igual que las directrices del Consejo Superior de la Judicatura, la ley en sí misma presenta algunas preocupaciones. Sorprende que el medio para hacer frente a la congestión judicial y a las fallas del sistema sea crear un sistema paralelo que se desarrolla en virtud de una “cesión” que el Estado realiza sobre la potestad acusatoria, que hasta entonces le pertenecía con exclusividad, y la sitúa en manos de particulares. 

 

Si bien dicha ley establece, por ejemplo, que la ejecución de los actos complejos de investigación siguen en cabeza de la fiscalía, la prelación acusatoria e investigativa cuando la conversión está dada, son propias del acusador privado, tanto así que el fiscal de conocimiento le entregará los elementos materiales probatorios, la evidencia física y la información legalmente obtenida al apoderado de este. Además, el acusador privado estará sometido al mismo régimen disciplinario y de responsabilidad penal que se aplica a los fiscales, pues ejercerá la función pública de forma transitoria.

 

El problema no es que se quiera dar primacía a las víctimas, las cuales de algún modo siempre tendrán condicionada su intervención y pretensiones en un proceso penal. Lo que sucede, en este caso, es que la desconfianza y apatía que sentimos por lo público y por nuestras instituciones son el resultado de este tipo de cimentaciones legales que no solo agudizan el problema de legitimidad institucional, sino que en ningún modo solucionan lo pretendido.

 

Tenemos un sistema penal con tendencia acusatoria que apenas emergió a la vida jurídica mediante el Acto Legislativo 3 del 2002 y la Ley 906 del 2004, con una implementación gradual y lenta. Todas las apuestas estaban dadas para que el nuevo modelo de justicia penal dotara a la Rama Judicial, y en especial a la Fiscalía General de la Nación, de todas las herramientas jurídicas y logísticas posibles para lograr la oralidad y, con esta, la descongestión judicial.

 

Apenas unos años más tarde, cuando ni siquiera han sido dadas dichas condiciones -presupuestales, estructurales y de cobertura-, ya se considera que el modelo no sirve y que en lugar de fortalecerlo, se debe dar vida a un procedimiento abreviado paralelo. La cuestión, más que de modelo, es de coherencia epistémica dentro del mismo, así como de respaldo estatal ante cada una de sus acciones contentivas. De lo contrario, ¿quién podría asegurarnos que los abogados o estudiantes de Derecho que harán las veces de fiscal ejercerán con idoneidad la acción penal que se les está cediendo?, sin tomar en consideración que ya se presentan serios cuestionamientos en la práctica al responder la pregunta respecto de la propia Fiscalía y su aptitud para ostentar con exclusividad la facultad acusatoria del proceso penal.

 

La acción penal debería fortalecerse y permanecer en custodia de la Fiscalía, en lugar de ser desatendida al cederla en manos particulares. Nuestro modelo social y democrático de derecho exige que la función pública de administrar justicia sea un pilar en su estructura, así como garantizado su ejercicio mediante el poder soberano del Estado. Cada uno de los órganos gubernamentales debería propender por el fortalecimiento y la dotación de dicha rama del poder público. De manera conjunta con los legisladores -encargados de hacer viable el plan de acción del Estado-, son quienes deben posibilitar la realización efectiva de derechos como la tutela judicial efectiva y la administración de justicia, maximizándolos y convirtiéndolos en características representativas del Estado social. 

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