Columnistas
Pandemia de perjuros
12 de Marzo de 2013
Whanda Fernández León Profesora asociada Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia
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“El dicho de dos bribones no puede destruir la inocencia de un hombre honrado”
Daniel, Juez Sabio.
Episodio bíblico de la Casta Susana
La sociedad debería estar profundamente consternada ante la innegable proliferación de falsos testigos en los procesos penales. So pretexto de cumplir un deber ciudadano y con el fementido propósito de aportar información relevante, están destruyendo los cimientos de la civilidad y minando el prestigio de la judicatura.
El testigo, no obstante su dúctil naturaleza, desde tiempo inmemorial es reputado como valiosa herramienta de aproximación a la verdad, por lo que su importancia no puede menospreciarse. Empero, esa indulgente concepción de antaño es refutada por la propia historia, en cuyo transcurso el testimonio se degradó al límite de la iniquidad, hasta convertirse en el más cuestionable de los medios de conocimiento, en razón de los graves errores judiciales que engendra.
Pese a la perceptible ausencia de valores éticos en sinnúmero de declarantes, la gran tragedia de la justicia no radica en el protagonismo de estos mercaderes de la mentira, sino en la candidez o ignorancia de algunos funcionarios, que sin el rigor de una crítica científica, les conceden eficacia conviccional. La sola posibilidad de que esos testigos falsos sean la fuente de la engañosa certidumbre que conduce a jueces y magistrados a condenar a personas inocentes es algo que debe sobrecoger la conciencia colectiva.
No aludo a las inconsistencias o contradicciones de buena fe, derivadas de una defectuosa percepción o de una explicable falla de memoria. Me refiero a las mentiras conscientes, insidiosas, preconcebidas y remuneradas, urdidas por mentes criminales o instigadas desde la propia entraña de los organismos judiciales.
Me refiero a esos testigos confabulados, adiestrados para narrar con fingida naturalidad episodios que no les constan, tergiversar verdades apodícticas o acusar a personas ajenas al delito; delatores, soplones, colaboradores, chivatos, confidentes, protegidos, arrepentidos e informantes, deleznable categoría de impostores, siempre atraída por la oferta de beneficios procesales y el pago de recompensas en dinero.
Me refiero a la odiosa “prueba chismográfica” –como la llamara Jiménez de Asúa–, que destruye la transparencia procesal, mancilla el decoro de los abogados y profana la imparcialidad de los jueces.
Propias de la cultura inquisitiva, estas repugnantes prácticas fueron abolidas en el siglo XVIII. Sin embargo, con sofísticos argumentos de utilitarismo penal, con la excusa de combatir la criminalidad organizada y bajo el ropaje del derecho premial, fueron restauradas y extendidas a toda la gama delictiva, como legítimos mecanismos procesales. Recobró vigencia la frase “para que el reo no se salve, deben perecer el justo y el inocente” y se abrogó la máxima del humanismo beccariano, “es mejor un reato impune, que un inocente castigado”.
Para apreciar correctamente un testimonio, no basta con analizar la naturaleza del hecho percibido, las circunstancias de lugar, tiempo y modo en que se observó, el estado de sanidad de los sentidos, los procesos de rememoración, el comportamiento durante el interrogatorio, la forma de las respuestas y la personalidad. Es ineludible ponderar, con exhaustividad, el influjo que sobre el testigo pudo tener “el interés”, independientemente de que este sea moral, político, religioso, por solidaridad, por enemistad, por conveniencia, económico, etc.
Forzoso es, igualmente, aplicar las reglas que gobiernan el razonamiento humano: lógica, psicología y experiencia, ya que si el carácter abyecto del testigo, sus antecedentes criminales o su desmedida perversidad no suelen prosperar como factores de exclusión, porque “los delincuentes a veces dicen la verdad”, la ciencia probará que los que llevan en el alma la ponzoña de un “interés” no la dirán jamás.
Lo más alarmante de esta situación y que parece no ser advertido por magistrados, jueces, fiscales y policía judicial, es que los falsos testigos no se han limitado a engañar a la justicia, sino que, día a día, la convierten en el instrumento ciego de sus atroces venganzas.
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