Opinión / Columnistas
La potísima razón
20 de Agosto de 2014
Orlando Muñoz Neira
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Ministros y exministros de justicia han calificado a nuestro sistema penal acusatorio, a veces con algo de sátira, como sistema “aplazatorio” en honor a la práctica judicial de aplazar no pocas audiencias. A ello se unen críticas de diverso pelambre que catalogan al sistema como un total fracaso. Con el respeto que esas opiniones me merecen, creo que antes de entrar en el fatalismo, no hay que olvidar lo que, en medio de sus múltiples dificultades, ha conseguido este sistema. Tal vez lo primero que haya que resaltar es que una justicia, prácticamente secreta, como lo era la del sistema mixto, ha volcado su cara al público. En este sentido, el cambio es similar a las misas antes y después del Concilio Vaticano II: de ofrendar la eucaristía de espaldas y en latín, un idioma que difícilmente se entiende, los curas pasaron a poner la cara a sus feligreses en el lenguaje nativo.
Otro avance fue la virtual eliminación de los defensores de oficio y el fortalecimiento de la defensoría pública; aunque quedan retos por superar, lo cierto es que la preparación e incentivos de un defensor público son mayores que los que tenían los abogados de oficio quienes, en realidad, eran algo así como firmantes a ruego. La incorporación de pruebas que debe hacerse de frente al acusado es, en mi opinión, la mejor contribución para que la recepción de evidencias sea realmente democrática. A pesar del desgano con que a veces se mira a la prohibición de prueba de referencia, tal vez por lo difícil que es hacer comparecer a todos los testigos en el mismo lugar y hora, lo crucial de tal regla, salvo sus excepciones, es que alguien que es acusado tiene derecho a que quien lo incrimina declarando en su contra no lo haga en un frío escrito que un solitario investigador policial recibe, sin contradicción alguna, sino, sin tapujos, de frente a él, que es el procesado. Es lo anterior, la potísima razón del sistema.
Claro, con lo anterior no pretendo tapar el sol con las manos. Los problemas que enfrenta el sistema acusatorio son múltiples y lo están ahogando. Hay excelentes estudios que los han documentado pero que, al parecer, no son leídos con juicio por quienes deben trazar la política criminal en nuestro país. Entre ellos, por ejemplo, los sesudos análisis realizados por la Universidad del Rosario con el apoyo de la fundación Cavelier Lozano, la Corporación Excelencia en la Justicia, la Comisión Asesora de Política Criminal o el Centro de Justicia de las Américas, CEJA. En ellos se encuentra un listado de recomendaciones puntuales y serias, bien distintas de quienes, a veces con escaso conocimiento del procedimiento penal, azuzan a la sociedad, como en la pasada campaña presidencial, para que las penas sean más altas, lo que combinan con la nefasta prohibición de rebajas para hacerse ver ante los demás como unos “inflexibles” ante el delito.
Así, la industria legislativa que, envenenada de odio, fabrica aumentos punitivos y limitaciones por doquier a la negociación de penas, tiene aquí buena parte de la responsabilidad. Tal vez para el órgano legislativo resulte fácil palmotear un pupitrazo que haga más duro, de dientes para afuera, al derecho penal. Sin embargo, a quienes tienen que aplicar la ley penal en el día a día (policías, defensores, fiscales y jueces) les toca soportar el incremento de las estadísticas, no tanto del crimen, como de los procesos simplemente porque a una rama del poder público le parece sencillo votar por un derecho penal más severo que, al fin de cuentas, a ellos, como creadores de normas, no les toca implementar. A esto hay que sumar el eco mediático de los dueños de micrófonos y cámaras para quienes, pendientes del rating, les resulta bastante fácil exigir, al estilo de un circo romano, más sangre en la arena, sin saber qué tanto sacrificio, esfuerzos y recursos requiera el populismo punitivo.
Lo primero que debieran comprender los creadores de nuestro Derecho Penal es que el trecho que va de la letra de la ley a su aplicación efectiva se ensancha y complica cuando más trabas se le ponen a la solución expedita de conflictos. Como dice el sabio adagio popular, el que mucho abarca, poco aprieta, pues el verdadero temor que tiene la delincuencia no es qué tan altas sean las penas en el papel, no es qué tanta imposibilidad tengan de negociar y obtener rebajas por preacuerdos, sino qué tanta efectividad tiene el aparato estatal para que las penas que promete en los códigos puedan ser aplicadas efectivamente por los jueces en la realidad.
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