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La inacabable corrupción

16 de Mayo de 2013

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Omar Eduardo Gil Ordóñez

Coordinador Área de Capacitación y Desarrollo del Instituto de Victimología de la Universidad Santo Tomás, Seccional Bucaramanga.

oego69@hotmail.com

 

“Tenemos que reducir la corrupción a sus justas proporciones” dijo durante el ejercicio de su mandato un recordado presidente colombiano. Desde entonces han transcurrido algo más de tres décadas y, a hoy, definitivamente no es posible determinar si la directriz del entonces Jefe de Estado ya fue acatada o aún estamos en tránsito a ello. Quizás lo segundo sea más cierto, o por lo menos así parecía serlo, tal y como se pudo llegar a pensar cuando, esperanzados, conocimos de la expedición de leyes como la 1474 del 2011, o Estatuto Anticorrupción, que se ocupa del fenómeno en lo público y también, de alguna manera, en lo privado.

 

La corrupción, que etimológicamente proviene del latín corruptio, o para otros de corrumpere, significando en ambos eventos dañar, sobornar, pervertir a alguien o echar a perder, según se advierte de sus raíces cor y rumpere, no reviste mayor esfuerzo cuando se trata de encontrar o consultar su origen, su génesis y significado lingüístico; pero no resulta ser así de simple o ser tan sencilla cuando se trata de indagar por su inicio, por las causas que la mantienen tan vigente y con tanto vigor, de manera tal que es absolutamente ineficaz la supuesta denodada lucha contra este grave flagelo que constantemente afecta la sociedad.

 

En la encuesta 2008-2012 del Barómetro de Las Américas, Latin American Public Opinion Project, en franco y significativo aumento frente a otras mediciones anteriores, un 5,23 % de los encuestados en Colombia señaló “que en los últimos 12 meses algún empleado público le solicitó un soborno”; y que en tratándose del poder judicial, situación más terrible aún y también in crescendo, un 5,75 % de quienes respondieron “reconocieron haber pagado un soborno en los juzgados” como usuarios que fueron del sistema judicial en los últimos 12 meses.

 

De otro lado, un estudio del Banco Mundial, respecto al grado de corrupción administrativa en nuestro país, permitió conocer en marzo de este año que el fenómeno es tan grande que anualmente le representa al erario casi 5 billones 200.000 millones de pesos, reflejados en el sobrecosto de las compras y en sobornos que equivalen al 19 % del valor total del contrato; resultando necesario casi siempre, según los contratistas, utilizar procedimientos ilegales para lograr ganar la adjudicación de los contratos.

 

En tanto es clara y ampliamente decidida esa “acción y efecto de dañar, sobornar o pervertir a alguien”, la muy proclamada lucha contra la corrupción parece insuficiente y cada vez la patria se escandaliza todavía más, si es que ya no perdió su capacidad de asombro para estos casos, al conocer las intimidades o detalles de tan procaz mundo. Aterra saber de los innumerables y variados carruseles que para la contratación administrativa se ponen en marcha en gran parte del territorio nacional, sin que para nada valga ni amedranten en lo más mínimo ejemplares medidas como el incremento de las penas en los delitos o la drasticidad de las sanciones disciplinarias y fiscales con las que afanosamente se busca “reducir la corrupción a sus justas proporciones”. En definitiva, las normas no asustan, las altas penas no disuaden, la corrupción aumenta, la práctica está fuera de control y, para colmo de males, los procesos penales, disciplinarios y fiscales no avanzan. 

 

Pero si respecto a la cosa pública la situación se advierte desbordada, qué no decir del sector privado donde precisamente por eso, por lo privado o particular, casi nada se sabe sobre el tema, y en consecuencia resulta preocupante que lo poco conocido sobre la materia sea, si es que se conoce, el artículo 250 A del Código Penal (Ley 599 del 2000, adicionada por el artículo 16 de la Ley 1474 del 2011), donde se tiene establecido, bajo el nomen juris de corrupción privada, que “el que directamente o por interpuesta persona prometa, ofrezca o conceda a directivos, administradores, empleados o asesores de una sociedad, asociación o fundación una dádiva o cualquier beneficio no justificado para que le favorezca a él o a un tercero, en perjuicio de aquella, incurrirá en prisión de cuatro (4) a ocho (8) años y multa de diez (10) hasta de mil (1.000) salarios mínimos legales mensuales vigentes”, esto es, que se tipificó como conducta punible la práctica en el sector privado, costumbre de la que se dice en voz baja que supera con creces a la de la rama pública.

 

Corrupción, pública y privada. ¿Un mal de nunca acabar?, ¿un flagelo que aún no se reduce a sus justas proporciones o que no se logra combatir por falta de voluntad y efectividad?

 

¡Las entidades de control y represión tienen la palabra!, y desde hace mucho tiempo.

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