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Actualizado hace 9 minutes | ISSN: 2805-6396

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Columnistas


El olvido de la discrecionalidad

30 de Abril de 2013

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Orlando Muñoz Neira

Orlando Muñoz Neira

Abogado admitido en la barra de abogados de Nueva York

omunoz59@hotmail.com

 

 

En un artículo publicado en Ámbito Jurídico a comienzos de este año, Alejandro Linares Cantillo sugería a “los organismos de control fiscal la utilización de la regla de la discrecionalidad (business judgement rule) que utilizan los jueces norteamericanos para no inmiscuirse en el análisis económico ex post de las decisiones administrativas” de miembros de juntas directivas de ciertas sociedades con capital público, cuando en la actuación de estos no media dolo o culpa grave.

 

En buena hora ha llegado este planteamiento sobre el respeto a la discrecionalidad, cuando ella no está manchada de mala fe alguna. Y es que la discrecionalidad, como un margen que necesariamente tienen, no solo quienes transitoriamente ejercen funciones públicas en juntas directivas, sino también los servidores públicos permanentes, es una facultad que puede resultar perturbada cuando el discernimiento de un organismo encargado de imponer sanciones (fiscales, disciplinarias o penales) trata de imponerse sobre el criterio razonable de un investigado.

 

Una cosa es que el servidor público actúe en forma desleal o contraria a los principios constitucionales, y otra muy distinta que, entre los caminos que le ofrece la práctica, elija alguno que, sin ser contrario al ordenamiento jurídico, no resulte ser el más exitoso de todos. En este sentido, la discrecionalidad es una facultad que en el manejo de la cosa pública nos recuerda que los órganos estatales (y quienes los hacen mover, que son servidores públicos de carne y hueso) no son una especie de “máquinas automáticas en las cuales basta introducir por un lado una moneda para que por el otro salga una tarjeta con la respuesta” (Flavius).

 

En otras palabras, si en el ejercicio de diversas funciones públicas (tanto las de un ordenador del gasto, un juez, un director de departamento, etc.) las normas jurídicas fueran tan meticulosas y omnicomprensivas, al punto de tener algo así como una fórmula matemática para cualquier situación fáctica a la que esos seres humanos públicos se enfrentan, cualquier alejamiento, por milimétrico que fuera, de la orden legal podría ser sancionado. Pero como lo enseñara el maestro Hart, hasta una regla tan sencilla como aquella que prohíbe el tránsito de “vehículos” dentro de un parque se topa con las limitaciones propias del lenguaje (¿es vehículo una bicicleta con motor?); mientras que, “en los casos concretos, pueden surgir dudas sobre cuáles son las formas de conducta exigidas” y entonces aflora, para quien decide, un ámbito discrecional “de modo que si bien la conclusión puede no ser arbitraria o irracional, es, en realidad, una elección” (Hart).

 

Claro, de haber estado en los zapatos de un investigado (fiscal, disciplinaria o penalmente), la elección del funcionario sancionador pudiera haber sido distinta, pero aun frente a decisiones equivocadas (si no están teñidas de arbitrariedad, mala fe o culpa grave), el aparato sancionador no puede ensanchar una especie de señorío absoluto porque una cosa es castigar una conducta contraria a derecho y otra muy distinta fungir de coadministrador.

 

Hace más de 60 años, en un seminal capítulo de una de sus obras, el procesalista italiano Piero Calamandrei hablaba del “proceso como juego” y recordaba los riesgos de que, en desarrollo del mismo, el más astuto haga uso de instrumentos que, creados inocentemente por el legislador para hacer justicia, son empleados con propósitos non-sanctos. Incluía entre tales las marrullas de los que él llamaba “practicones aventureros”, aquellos que presentan denuncias o recusaciones para, prevalidos de los efectos que un trámite penal o disciplinario trae, lograr por lo menos aplazar la derrota. Lamentablemente en el contorno de los derechos sancionadores, donde las quejas abundan y una apertura de investigación preliminar parece que no se le niega a nadie, tal vez el natural ámbito de la discrecionalidad haya quedado en el olvido como si el nuestro fuera un Estado donde sus operadores tuvieran que elegir siempre un único camino.

 

Así, el servidor público que al final ha actuado legalmente dentro del espacio de su discrecionalidad, sin embargo ha tenido que invertir tiempo y dinero, y sentir el peso de un trámite sancionatorio que como una espada de Damocles pende en el trajín de sus días y en el insomnio de sus noches. A ello hay que añadirle que por el afán de mostrar resultados, de acreditar “que se está haciendo algo”, pululan los anuncios públicos de investigaciones preliminares; un buen porcentaje de ellas, a la postre (casi siempre, varios años después) terminan en archivos, pero ya para entonces el discurso sobre el ejercicio razonado del servicio público y la interpretación jurídica han sido meros sueños cuya realidad es apenas esporádica.

 

*Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas de su autor y no representan las de su actual o anteriores empleadores.

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