Curiosidades y…
Crimen y castigo I
21 de Octubre de 2011
Antonio Vélez
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Es común que los códigos penales acepten atenuantes en el momento de juzgar los delitos. Por ejemplo, el estado emocional generado por ira extrema o intenso dolor, o cuando se ha comprobado que el sujeto es un loco de atar. En el primer caso, se acepta que la persona pierde por un instante el control de sus actos y deja de ser sujeto responsable; en el segundo, que es un enfermo incurable a quien hay que recluirlo, pero en un hospital siquiátrico.
Sin embargo, algunos neurólogos creen que hay otros estados mentales que ameritan tratamiento preferencial. Por ejemplo, algunos sujetos sufren de anomalías funcionales que impiden que las emociones pasen a la corteza cerebral. Son personas desprovistas de frenos emocionales, enfermos capaces de llevar a cabo crímenes espantosos sin tener que superar los sentimientos de repulsión y culpa.
Ciertos pacientes con lesiones en la corteza prefrontal o con tumores cerebrales en zonas relacionadas con las emociones son incapaces de controlar su agresividad, independientemente de su nivel de educación y, más de una vez, en desacuerdo con un pasado pacífico y respetuoso de las leyes; los daños en el cerebro cambian de repente su esencia como personas. En la enfermedad de Huntington, los daños en la corteza frontal llevan a cambios en la personalidad: agresividad desmedida, sexualidad hipertrofiada e indiferencia ante las normas sociales, conductas impropias que ocurren algunos años antes de aparecer los terribles síntomas motrices.
Álex (nombre ficticio) tenía 40 años cuando su esposa comenzó a notar que gastaba cada vez más tiempo visitando sitios de internet dedicados a la pornografía infantil. También se involucró con una prostituta muy joven en una casa de masajes, antojo que nunca antes le había pasado por la cabeza. Meses más tarde, Álex comenzó a sentir fuertes dolores de cabeza; los médicos ordenaron una escanografía, que reveló un inmenso tumor cerebral. Después de removido, los impulsos pedófilos de Álex desaparecieron como por encanto. Álex nos da una lección clara: el comportamiento de una persona no debe independizarse de su biología.
El noruego Anders Breivik detonó una bomba en el centro de Oslo, con un saldo de ocho muertos; después masacró a 66 jóvenes en un campamento de verano. Se sabe que planeó durante dos años su crimen, a sangre fría, con detalles minuciosos. Anders, además, se siente un mesías destinado a cumplir una misión importante sobre la Tierra. ¿Qué diablos se esconden en su cerebro, entonces? En este momento, valdría la pena someterlo a exámenes rigurosos. Quizás una resonancia magnética nos muestre qué bicho raro anda enredado en sus redes neuronales. Porque normal no puede ser, es obvio. ¿Podría uno, acaso, cometer semejante masacre y no sentir remordimientos, ni la menor tristeza al observar el inmenso dolor de las familias afectadas?
En suma, la experiencia ha demostrado que cuando existe disfunción cerebral, ni la voluntad más férrea ni la educación más esmerada pueden dominar las tendencias anómalas del sujeto. Los casos citados, apenas una muestra, podrían emplearse como argumentos sólidos para modificar la definición de “persona razonable”. Nos demuestran que las conductas dependen, muchas veces, del estado de esa enigmática red de materia pensante y del coctel de neuroquímicos que la bañan.
Entonces, ¿cómo determinar la culpabilidad? Nos parece, equivocadamente, que basta juzgar los actos del individuo, sin averiguar qué se cuece en sus neuronas, sin penetrar en su Yo, sin conocer el estado mental en el momento del delito. Los jueces dan una mirada cuidadosa a la conducta del sujeto sin saber qué demonios está pasando por dentro de su cráneo, y con esta superficialidad pretenden entender lo que ocurre en sus profundidades. Luego se lo juzga y condena.
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