Apoderados suplentes
La relación abogado-cliente se construye sobre la confianza y sobre una estrategia conjunta.Openx [71](300x120)

19 de Septiembre de 2025
Francisco Bernate Ochoa
Profesor titular de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario
Ha surgido un intenso debate a propósito del auto proferido el pasado 8 de junio de 2025, dentro del Radicado 52.457 por la Sala Especial de Primera Instancia de la Corte Suprema de Justicia, en el que se solicita a la Defensoría del Pueblo la designación de un apoderado “sea como defensor principal o como suplente en caso de ausencia de defensor principal” para que asista al acusado en un juicio oral que se tramita en esa corporación. La pregunta que surge es si la designación de apoderados suplentes se encuentra dentro de las facultades que la legislación le otorga al juez en un proceso penal.
El poder otorgado en el marco de una actuación judicial es, en esencia, una manifestación del contrato de mandato, definido por el Código Civil (art. 2142.1) como aquel en el que una persona confía la gestión de uno o más negocios a otra, que los asume por cuenta y riesgo de la primera. Se trata, como lo ha señalado la jurisprudencia constitucional, de un contrato intuito personae (C. Const. Sent. C-1178 de 2001), es decir, basado en la confianza que existe entre las partes. Nada más elemental: quien confía sus intereses a un tercero debe tener plena certeza de que cuenta con las condiciones personales y profesionales para representarlo.
Desde esta perspectiva, el marco legal es claro. La posibilidad de designar suplentes debe estar expresamente prevista en el poder. Así lo dispone el Código General del Proceso (art. 77.3), al señalar que el apoderado no podrá realizar actos reservados al poderdante salvo autorización expresa. En el mismo sentido, la Ley 906 de 2004 (art. 121) establece que el defensor principal dirige la defensa y puede designar un suplente, pero siempre con la autorización del imputado e informando al juez. Se trata entonces de una facultad que recae en el apoderado principal y en el ciudadano cuya defensa se ejerce, no en el juez.
La consecuencia es evidente: si la persona deposita su confianza en un determinado profesional, corresponde a ella, y no a un tercero, decidir si esa confianza se extiende a un suplente. Lo contrario desnaturaliza la figura del mandato y, lo que es peor, puede generar graves problemas prácticos. Obligar al ciudadano a aceptar a un suplente que no conoce, que no forma parte de su estrategia y que puede incluso disentir de la defensa planteada, abre la puerta a contradicciones entre principal y suplente que socavan la unidad de defensa.
No se trata solo de un asunto formal, sino de una garantía fundamental. La relación abogado-cliente se construye sobre la confianza y sobre una estrategia conjunta. Si el juez impone un suplente, rompe esa confianza y desarticula la lógica de la defensa. En últimas, se vulnera el derecho del acusado a contar con un defensor de su elección y con una defensa técnica coherente y unificada.
Conviene recordar la misión del Sistema Nacional de Defensoría Pública, concebido como un mecanismo de protección de los derechos humanos de los más vulnerables. Este sistema no pretende suplir a quienes disponen de los medios y la capacidad para contratar una defensa particular. Además, debe tenerse en cuenta la condición profesional de nuestros defensores públicos, cuyo respeto y dignidad impide considerarlos como simples ruedas de repuesto de quienes ya cuentan con una defensa técnica dentro de un proceso penal.
Por ello, no es jurídicamente posible, ni conveniente para el funcionamiento del sistema que el juez, en su condición de árbitro imparcial, designe un apoderado suplente cuando ello no ha sido aceptado ni por el defensor principal ni por el acusado.
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