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07 de Mayo de 2024 /
Actualizado hace 2 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Opinión

Etcétera / Curiosidades y….


Albert Einstein: cien años de relatividad (I)

22 de Diciembre de 2015

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Antonio Vélez M.

 

 

Es difícil hacer comparaciones entre genios, pues los juicios dependen de los conocimientos y predilecciones intelectuales de los jueces. Pero hay excepciones a las reglas, y Albert Einstein es una: su figura intelectual se levanta muy por encima de la de todos sus congéneres. Porque es difícil pensar en un cerebro más genial, autor de una producción que se sale de la capacidad de juicio de la mayoría de los mortales. En cambio, por limitados que seamos, podemos acercarnos y admirar las obras maestras de los grandes escultores y pintores, o disfrutar con la música de los virtuosos de la composición, y en el caso de la literatura, podemos leer y disfrutar los escritores eximios, aquellos que han brillado por encima de la mayoría de sus competidores. Pero la obra de Einstein se sale de toda proporción, distante años luz de la mayoría de los humanos, por talentosos que sean. Y no es siempre por limitaciones intelectuales de quien trata de aproximarse a su obra; es más por la dificultad intrínseca de la creación del gran genio judío alemán. Además, la obra de Einstein es única por su belleza abstracta, imposible de definir, pero sí de sentirla y admirarla. ¿Arte o ciencia? Ambas cosas. 

 

El cerebro de Einstein, de apenas 1.230 gramos de materia gris, no era mayor que el de un hombre adulto promedio, pero con él creó una obra que más parece elaborada por una inteligencia extraterrestre. Para acercarnos a ella debemos madurar y gastar varios años de nuestra vida preparándonos hasta adquirir las herramientas intelectuales que nos permitan aproximarnos, sin que eso garantice que llegaremos a entenderla. Serán unos pocos afortunados y talentosos quienes se acerquen suficientemente a esa obra monumental y logren comprender plenamente lo que hay allí, pues la desconsoladora verdad es que está vedada para la mayoría de los mortales, llena de maravillas invisibles para la razón pura. Quizá de la obra de Einstein podamos repetir lo que decía el físico Richard Feynman al referirse a la mecánica cuántica: nadie la entiende. Nació a escondidas de la razón, y allí permanecerá para la mayoría; es un plato fuerte, solo digerible para pequeñas élites intelectuales.

 

La razón de estas afirmaciones reside en su dificultad intrínseca. Comprender la mecánica relativista demanda poder leer las ecuaciones en que está escrita, y luego penetrar en los misterios del mundo físico que ellas describen. Se trata de una monumental metáfora física. Y para descifrarla, debemos traducir unos jeroglíficos matemáticos que solo se pueden entender dentro de las matemáticas, pero que cuando intentamos pasar a su significado físico, solo encontraremos enigmas, especies de absurdos no intuitivos, facetas de este mundo no representables en nuestra limitada mente, diseñada esta por la evolución para un mundo pequeño, en todos los sentidos, y de solo tres dimensiones. Y esas grandes dificultades conducen al divorcio inevitable entre el ciudadano corriente y una jerga cada vez más especializada e ininteligible.

 

Y por ser tan difíciles las osadas teorías propuestas por Einstein, en 1921 se le otorgó el Nobel de Física, pero solo por un trabajo menor, realizado en 1905, en el que explicaba el efecto fotoeléctrico, y no por su gran creación de esa misma época: la relatividad especial. Tampoco se lo premió por explicar el movimiento browniano, y merecía una mención. La injusticia no fue culpa de sus contemporáneos, sino del mismo Einstein, pues su trabajo cumbre se salía de las posibilidades intelectuales de sus colegas del momento: muchos de los físicos más importantes de su época nunca aceptaron la revolucionaria idea, “por especulativa y contraria a la intuición”, como explicó alguien. Con razón, el año 1905 fue bautizado como annus mirabilis o año milagroso. A partir de ese momento se cambiaron los conceptos físicos de espacio y tiempo, se plantearon las bases de la cosmología moderna y se develaron los misterios de la interacción entre la luz y la materia. Por primera vez en la historia de la ciencia, los contemporáneos no estaban al nivel de los nuevos desarrollos: incapaces de juzgar trabajos tan osados, de apreciar el monumento que tenía a su lado, más de uno renunció al desafío. La tarea era demasiado grande. 

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