ETC / Mirada Global
Europa: el principio del final de la moneda única
27 de Febrero de 2015
Daniel Raisbeck
Los tremendos aprietos que vive hoy Europa a raíz de la descomunal deuda griega –175 % del PIB– no sorprenden a los lectores de esta columna. En agosto del 2012, escribí en ÁMBITO JURÍDICO acerca de “la terrible depresión” que se extendía “a través de Europa meridional”, un derrumbe económico que dejaba un nivel de desempleo mayor al 50 % entre los jóvenes de Grecia y España.
Los países del sur, encadenados al euro, tenían “una necesidad urgente de independencia fiscal” y de una moneda propia. Hoy esta propuesta es igualmente válida. Como explica Ambrose Evans-Pritchard, del diario londinense Daily Telegraph, el euro es una “moneda huérfana sin un tesoro público europeo ni un gobierno europeo unificado que la respalde”.
La gran debilidad del euro es que fue una creación más política que económica. El objetivo, afirma Evans-Pritchard, “fue generar un salto cuántico” hacia los “Estados Unidos de Europa”. La intención de los eurofederalistas liderados en los 90 por Helmut Kohl, entonces canciller alemán, fue crear una unión monetaria que acelerara la unión política a nivel europeo. El Estado nación tendría que llegar a su fin.
Los sucesos, sin embargo, no correspondieron a las expectativas de Kohl y de los demás arquitectos del Tratado de Maastricht de 1992.
Los países de la eurozona mantuvieron su independencia en política económica. En teoría han debido seguir los criterios fiscales establecidos en Maastricht, reglas descaradamente violadas por Grecia y otros países. No obstante, la moneda compartida con Alemania brindó una fachada de solidez que, durante años, escondió una estructura disfuncional.
Protegidos temporalmente de la realidad económica, los gobiernos griegos acumularon deudas formidables, gracias a unas tasas de interés artificialmente bajas. La calamidad financiera del 2008 y 2009 dejó en evidencia una unión monetaria hecha a medias.
Una solución hubiera sido colectivizar la deuda por medio de “eurobonos” emitidos por el Banco Central Europeo (BCE). Esto, sin embargo, no lo permitía el diseño original del euro. Cuando fueron propuestos los bonos compartidos entre los entonces 16 miembros de la eurozona, la resistencia de los países acreedores –Alemania, Holanda, Finlandia y Austria– fue inflexible.
El norte de Europa exigió una política de austeridad. La denominada Troika –el BCE, la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional– la implementó. En efecto, sucesivos gobiernos griegos claudicaron su independencia económica.
Necesariamente, el ambiente político se ensombreció: en Grecia se hablaba de reparaciones alemanas pendientes por la invasión de la Segunda Guerra Mundial; en Alemania, de la necesidad de vender islas griegas para financiar la deuda. El surgimiento del partido ultranacionalista heleno Amanecer Dorado, cuyos miembros atacan físicamente a grupos de inmigrantes, auguró el revivir de tormentos que Europa supuestamente había dejado atrás en 1945.
En el 2010, la potencial salida de Grecia de la eurozona se consideró extremadamente peligrosa para la economía europea in toto. Cuando se estableció una “unión de transferencias” a través del BCE, se cumplió la predicción que hizo Margaret Thatcher en 1990: la devastación de las economías ineficientes de la eurozona –una consecuencia inevitable de la unión monetaria entre países con colosales diferencias de producción– engendró “enormes transferencias de un país a otro”.
Pero el subsidio a países al borde de la insolvencia no se estableció sin oposición. En Alemania se presentaron varias demandas ante la Corte Constitucional, argumentando que los rescates a Grecia y a otros países eran ilegales, pues comprometían la independencia del banco central alemán (Bundesbank) y ponían en peligro su liquidez al obligarlo a comprar bonos de alto riesgo.
En Alemania, la oposición interna a la subvención de la deuda griega, reflejada en el surgimiento del nuevo partido antieuro y antiinmigración Alternative für Deutschland, hace imposible que la canciller Angela Merkel asuma una posición flexible ante las exigencias del nuevo gobierno griego de Alexis Tsipras. El líder de Syriza, una coalición neomarxista, barrió en las elecciones del 25 de enero, prometiendo incrementar el gasto público y descontinuar el programa de austeridad impuesto por la Troika, cuyos términos vencen el 28 de febrero.
Aún no es claro si cederá primero Tsipras o el establecimiento europeo. Según Evans-Pritchard y otros realistas económicos, el mejor acuerdo sería ningún acuerdo: la única manera de acabar con la quasi depresión crónica en Europa es deshaciéndose del euro.
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