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El costo de la excesiva protección: ¿quién habla en nombre del productor?
10 de Octubre de 2012
José David Arenas Correa
Colegio de Abogados de Medellín
Una avalancha de acciones judiciales que invocan la denominada competencia a prevención que recae en la Superintendencia de Industria y Comercio sobre asuntos relacionados con la aplicación del nuevo Estatuto del Consumidor (Ley 1480 del 2011) es presentada como el más icónico símbolo del “éxito” de este.
En lo personal, anticipo el más estrepitoso fracaso, a no ser que se modere el exceso de uso “ejemplarizante” y hasta mediático de la nueva legislación, sin ser definidos claramente los límites, así como los parámetros procesales que dicha intervención necesariamente implica.
Los rituales propios del proceso y los trámites pertinentes para una reclamación en sede administrativa, o de la demanda para actuaciones jurisdiccionales, obran no solo como instrumento para efectivizar los derechos y garantías otorgados al consumidor, sino también como un mecanismo a través del cual se materializa el control de la validez o invalidez de la reclamación o de la demanda expresado en la solidez de la argumentación, el vigor y la eficacia de las pruebas y la imparcialidad del juzgador, lo cual, a la postre, podrá dejar en evidencia la justicia –o injusticia– de una reclamación por parte del consumidor.
Igualmente, tales pasos procesales y técnicos previos pueden ser vistos, desde una perspectiva de análisis económico, como mecanismos de control institucional de eficiencia de las reclamaciones por medio de los cuales cualquier queja, inconformidad, demanda o reclamación cuyo costo de trámite para el reclamante supere su interés económico acabaría llevando al resarcimiento a su favor, haciendo más eficiente la distribución de los recursos y evitando reclamaciones inocuas.
Bajo criterios moderados, la desigualdad normativamente creada para proteger al consumidor que se refleja en una evolución tuitiva de las normas que regulan las relaciones de consumo no puede ni debe ser interpretada como una norma que afecta la necesaria paridad procesal de las partes en la escena litigiosa, ya que el derecho al debido proceso consagrado en el articulo 29 de la Constitución es aplicable no solo a los consumidores, sino también a los empresarios que sean sujetos pasivos de tales acciones tanto en sede administrativa como en sede judicial.
En efecto, los principios que gobiernan la nueva legislación y su espíritu están siendo excesivamente desbordados en interpretaciones peligrosas por parte de nuestras autoridades, que han llevado a la laxitud en la exigencia de formalidades para la interposición de demandas y reclamaciones por parte de los usuarios; a la pretermisión de requisitos que no se encuentran derogados, como la necesidad de una audiencia previa de conciliación extrajudicial en derecho, y a interpretar como libelos procedentes para la iniciación de un proceso judicial muchos documentos que, a lo sumo, podrían ser considerados como derechos de petición o dudosos escritos, con la intención de convertirlos en fundamento de un proceso administrativo sancionatorio o como una simple noticia o una mera amenaza al empresario, con la finalidad de iniciar un proceso de negociación y no necesariamente una demanda civil por elección de jurisdicción a prevención. Esto desemboca en una situación sumamente peligrosa cual es la violación, por esta vía, del derecho al debido proceso, por cuenta de un excesivo paternalismo que puede ser aplaudido por la opinión pública, pero que en el fondo entraña, desde el punto de vista jurídico y económico, serias distorsiones tanto de los derechos de los empresarios como del mercado que es necesario corregir desde ya para garantizar, de esta manera, la eficacia material y formal del nuevo Estatuto del Consumidor.
Suficiente es que con las normas sustanciales se otorguen privilegios y una clara protección a los consumidores, ahora en una moda nociva, quizás afanosa, de mostrar resultados. Se ha desnaturalizado la paridad procesal, tomando la Superintendencia, además del rol de juez a prevención, el de mediador –por cierto, con discutible soporte normativo–, así como el de parte, al adecuar y estructurar como demandas lo que a lo sumo puede ser interpretado como derechos de petición, desconociendo el principio de legalidad de las formas, clara emanación del derecho al debido proceso, exigible no solo a los administradores de justicia, sino también a las autoridades administrativas y más cuando estas actúan como jueces.
Es hora de advertir, con algún nivel de prudencia, que todos los costos que el excesivo desgaste judicial generado en contra de los productores y expendedores en unas mal interpretadas normas de tuición sustancial, desplazadas en la práctica a lo procesal, van a generar a la larga graves daños y un exceso de litigios creados por la Superintendencia (no realmente por los consumidores), que se verían traducidos en costos que los empresarios trasladarán al mercado en general.
Mayor moderación en la interpretación y aplicación procesal de las normas en cuestión es también una necesidad, y la exigimos de nuestras autoridades, para proteger a los consumidores en general como mercado demandante.
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