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19 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 3 minutos | ISSN: 2805-6396

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Especiales / Arbitraje y resolución de conflictos


Arbitraje y administración de justicia

28 de Septiembre de 2017

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Nota:
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Pedro Octavio Munar Cadena

Líder Unidad Derecho Corporativo, Negocios Internacional y Litigios

VS+M Abogados

 

Por mandato del artículo 116 de la Constitución, “los particulares pueden ser investidos transitoriamente de la función de administrar justicia en la condición de jurados en las causas criminales, conciliadores o en la de árbitros habilitados por las partes para proferir fallos en derecho o en equidad, en los términos que determine la ley”.

 

Sin necesidad de ahondar en mayores disquisiciones, cabe poner de presente que, conforme al reseñado precepto constitucional, la habilitación que reciben los árbitros de las partes para efectos de resolver el conflicto que los vincula o que, eventualmente, pueda llegar a involucrarlos, implica el ejercicio de la función jurisdiccional. Es dable deducir que aun cuando la legitimación del árbitro para proferir fallos con carácter jurisdiccional es de naturaleza constitucional, en cuanto emana de la norma señalada, no es menos cierto afirmar que en cuanto su habilitación, procede de la decisión voluntaria de las partes.

 

En el ejercicio de la función jurisdiccional por los jueces de la República encarna un acto de autoridad del Estado que se impone a los justiciables y que encuentra su fundamento en una legitimación estrictamente constitucional, en la que no se advierte, a simple vista, un fundamento democrático, en la medida que, en el proceso de selección y elección del juez, no haya un procedimiento democrático visible. La excepción son los magistrados de la Corte Constitucional y de la Sala Disciplinara que, dada la participación del Congreso en su proceso de elección, adquieren una legitimación democrática indirecta.

 

Mientras las cosas son de ese modo en la justicia estatal, en la justicia arbitral, hay una clara legitimación democrática de los árbitros, por el origen de su escogencia, toda vez que directa o indirectamente, está fundada en un acto de participación democrática prohijada por el ordenamiento para efectos de dispensar justicia[1]. Es, precisamente, esta legitimación democrática la que invita a que, a la justicia a arbitral, en vez de hacer distancia, sea parte de la solución a los retos que afronta la administración de justicia dispensada por el aparato estatal. 

 

Ejercicio funcional

 

De hecho, al enmarcarse la actividad arbitral dentro del ejercicio funcional (aunque, por supuesto, no orgánico) de la administración de justicia que se encuentra permeada por los principios, reglas y exigencias normativas propias de esa función, no crea distancias entre una y otra, sino las acerca, las hace afines, a la vez que las encuadra en una problemática que les es común.

 

Incluso, esa injerencia se acentúa en cuanto se repare que el control de la actividad de los árbitros (de los errores procesales puntualmente previstos la ley) corresponde a los jueces, quienes serán quienes determinarán la validez de sus actos, al decidir los recursos procedentes en la materia. Y con mayor razón con la creciente e irreprimible proactividad judicial desarrollada al decidir las acciones de tutela, en cuyo caso las competencias que corresponden, o se atribuyen, los jueces constitucionales suelen ser más extensas y de mayor hondura que las originalmente previstas por el legislador para los órganos judiciales habilitados para desatar los recursos de anulación y revisión. 

 

Tampoco puede soslayarse el deber que recae sobre jueces, funcionarios administrativos que ejercen funciones jurisdiccionales y árbitros de respetar los precedentes judiciales, conforme al artículo 7º del Código General del Proceso (CGP), regla que se impone por igual, a unos y otros, y que hace tangible tanto la integridad del ordenamiento, como los principios constitucionales de igualdad, buena fe y seguridad entre otros[2].

 

La posibilidad de que las partes escojan al juzgador de su causa, atendiendo criterios de confianza, idoneidad, excelencia, autonomía, corrección, imparcialidad y experiencia, entre otros, les permitirá atenuar parte de las dificultades que el ejercicio contemporáneo de la función jurisdiccional apareja. No se trata, entonces, de un juez impuesto por el Estado y que este ha seleccionado atendiendo sus propios criterios, que pueden no coincidir con los de los particulares, o sin atender pautas concretas, como sucede con los jueces en provisionalidad, ante quien las partes quedan sometidas por un acto de autoridad, no de confianza.

Pero, además, la inmediación del arbitraje es de mayor hondura, toda vez que, como su actuación no es mecanicista, apática o repetitiva, ni apremiada por el cúmulo de asuntos que decidir, les permite a los árbitros entender y comprender la situación y la necesidad de las partes, sus inquietudes y sus explicaciones.

 

Alternativa judicial

 

Lo cierto es que no es deseable una reducción en los asuntos sometidos a arbitraje, porque este, por definición, “es un mecanismo alternativo de solución de conflictos mediante el cual las partes defieren a árbitros la solución de una controversia relativa a asuntos de libre disposición o aquellos que la ley autorice”. Subsecuentemente, se encuadra dentro de un contexto más amplio de la administración de justicia, en la medida en que se dirige, tanto a satisfacer las necesidades de justicia de los interesados, como a enfrentar la creciente congestión judicial.

 

No puede olvidarse que los mecanismos alternativos de solución de conflictos (MASC) pueden buscar eliminar o atenuar algunas barreras de acceso a la administración de justicia (la morosidad judicial, la desconfianza en el sistema, entre otros), de manera que, desde esa perspectiva, puede ser creciente el aporte del arbitraje a aquella, con mayor razón si se piensa en políticas afortunadas como la del arbitramento social o la del arbitraje de mipymes, que permiten soluciones de calidad a muy bajo o ningún costo.

 

Del mismo modo, los MASC están llamados a rendir frutos provechosos en materia de descongestión judicial. La litigiosidad ha crecido exponencialmente en los últimos años. Mientras en 1993 ingresaban a los despachos judiciales 748.049 asuntos, en el 2013, fueron 3.012.046, es decir, un incremento del 303 %, mientras que la planta permanente de los juzgados solo creció en un 24 %.

 

Incluso, en el marco de la oralidad propia del CGP, se advierte que prontamente los juzgados verán rebasada su capacidad de respuesta oportuna, dado que empezó a incrementarse el volumen de inventarios finales de los despachos. A junio del 2017, los tribunales alcanzaban 3.751 asuntos, los juzgados civiles del circuito, 100.944, y los municipales, 319.098. Esas cifras tienden a crecer, no a disminuir.

 

En consecuencia, una respuesta eficaz a la demanda de justicia reclama no solamente el fortalecimiento del aparato judicial, sino, parejamente, el robustecimiento de los MASC, que desvíen la ancestral litigiosidad del país por diversos causes eficientes que impidan la congestión de los despachos judiciales.

 

[1] La Ley 16-24 de agosto de 1790 de Francia pone de presente que dentro del espíritu revolucionario liberal se encontraba el arbitraje como “el medio más razonable de terminar las reclamaciones entre los ciudadanos”. En ese sentido, Bruno Oppetit. Teoría del arbitraje. Legis, 2006.

[2] Al respecto, ver la Sentencia C-621 del 2015 de la Corte Constitucional.

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