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Actualizado hace 7 hours | ISSN: 2805-6396

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Mirada Global


La Constitución de EE UU en la era de las guerras culturales

22 de Febrero de 2017

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Daniel Raisbeck        

 

En La democracia en América, Alexis de Tocqueville notó que la pequeña asamblea que creó la Constitución de EE UU de 1789 no solo contaba con George Washington como Presidente, sino que también “contenía los mayores talentos y los corazones más nobles que hasta el momento habían aparecido en el Nuevo Mundo”. Para Tocqueville, el surgimiento por primera vez en la historia de una confederación de Estados donde el gobierno central no solo decretaba las leyes, sino que también las ejecutaba, fue “un gran invento de la ciencia política moderna”.

 

Tocqueville también notó que la Constitución americana que unió a las 13 colonias inglesas originales no gobernaba a comunidades, sino a individuos. Los valores individuales expresados por Thomas Jefferson y sus colegas en la Declaración de Independencia de Gran Bretaña en 1776 —los derechos inalienables a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad— hacen que la posterior Constitución americana sea, según Daniel Hannan, “única a la hora de enfatizar la importancia del individuo, mas no la del gobierno”.

 

Más adelante, en el siglo XIX, Abraham Lincoln consideró necesario evitar cualquier interferencia con la Constitución, “la única salvaguardia de nuestras libertades”. Según Lincoln, quienes buscaban pervertir la Constitución debían ser derrocados, porque esta asignaba al pueblo como “el amo legítimo de las cortes y el Congreso”.

 

Curiosamente, la lucha política más importante de la vida de Lincoln surgió de su intento por reformar la Constitución. Según el autor David Cohen, la Constitución original consolidaba la esclavitud y les brindaba a los esclavos solo 3/5 de los derechos de representación en el Congreso de un hombre libre. “Fue necesaria una sangrienta guerra civil”, librada por Lincoln contra los Estados secesionistas del sur, “para reparar estos errores constitucionales”.

 

Desde aproximadamente la mitad del siglo XX, se ha librado un agrio debate constitucional en EE UU. Por un lado, están los conservadores tradicionalistas, quienes defienden la interpretación textual de una Constitución que, como escribe el jurista Richard Epstein, representa “el mayor triunfo del arte del gobierno en la historia del mundo”.

 

Por otro lado, están los progresistas que, como Cohen, argumentan que la Constitución contiene graves errores y debe ser radicalmente reformada, empezando por la segunda enmienda de 1791. Esta garantiza el derecho a portar armas, al considerar una milicia de ciudadanos armados un contrapeso indispensable a las tendencias tiránicas de cualquier gobierno, cuyo monopolio weberiano sobre la fuerza amenaza a la libertad en todo momento.

 

Los progresistas argumentan que la segunda enmienda se debe eliminar, porque, en 1791, no existían rifles semiautomáticos al alcance de asesinos en serie con colegiales indefensos en su mira. El otro lado de la moneda: en el siglo XVIII, el gobierno federal de EE UU no contaba con flotas de bombarderos supersónicos, submarinos con misiles teledirigidos y el mayor arsenal de armas nucleares sobre la faz de la tierra. 

 

Para progresistas más de avanzada, los fundadores, entre ellos Washington y Jefferson, son irredimibles por haber sido hombres blancos, protestantes, heterosexuales y dueños de esclavos. Según Alex Seitz-Wald, la Constitución de 1789 debe descartarse del todo, ya que es “la más sagrada de las vacas” y “simplemente no pasa las pruebas de la gobernanza en el siglo XXI”.

 

La pugna constitucional entre progresistas y conservadores refleja la creciente polarización política en EE UU, a su vez una expresión de las “guerras culturales” entre los sofisticados urbanitas de las ciudades costeras y los rústicos habitantes de las áreas rurales que componen la gran mayoría del territorio del país. La lucha electoral entre Hillary Clinton y Donald Trump enfrentó a estos dos grupos de la forma más maniquea posible.

 

En parte, la campaña presidencial del 2016 fue tan despiadada, porque no solo estaba en juego la presidencia, sino también el poder para nombrar al remplazo del recién fallecido juez Antonin Scalia (1936-2016) en el puesto decisivo de la Corte Suprema. Según el diario progresista The Guardian, Scalia fue “un bastión del conservatismo que resistió las eras del cambio”. Para el senador republicano Ted Cruz, Scalia fue “un héroe americano (…), un defensor incondicional de nuestras libertades y de la Constitución”.

 

Neil Gorsuch, el juez que el Presidente Trump nominó a la Corte Suprema, es “un reemplazo merecedor para Scalia” según el vicepresidente Mike Pence. Para la congresista demócrata Nancy Pelosi, Gorsuch se opone a los derechos de la mujer, porque falló en contra de una medida que obligaba a las empresas a financiar parcialmente los anticonceptivos de sus empleadas.

Según Adam Liptak, Gorsuch es un “originalista”, ya que “intenta interpretar la Constitución de una manera consistente con el entendimiento de quienes la redactaron. Este método produce conclusiones generales, pero no exclusivamente conservadoras”.

Las guerras culturales continúan.

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