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Actualizado hace 7 minutes | ISSN: 2805-6396

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Juan Manuel Charry: “La justicia debe ser despersonalizada”

14 de Enero de 2014

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Juan Martín Fierro

Director de ÁMBITO JURÍDICO

juan.fierro@legis.com.co

 

El Instituto Libertad y Progreso (ILP), fundado en abril del 2005 por un destacado grupo de profesionales, empresarios y académicos, surgió como un centro de pensamiento liberal que busca difundir a través de publicaciones, debates y diferentes actividades, principios y valores democráticos.

 

Como parte de sus actividades para este año, se une a ÁMBITO JURÍDICO con el fin de propiciar un debate público sobre la modernidad en las instituciones colombianas, mediante la publicación de una serie de entrevistas con expertos en diferentes temas, como la estructura del Poder Judicial, la industria militar, las cámaras de comercio, los servicios de notariado, las empresas licoreras a nivel departamental y la justicia arbitral, entre otros.

 

Para comenzar, el reconocido jurista y nuevo presidente del ILP, Juan Manuel Charry, expone sus puntos de vista sobre la importancia que reviste una pronta reforma del aparato judicial en el propósito de modernizar la administración de justicia.

 

ÁMBITO JURÍDICO: ¿Qué busca el ILP con este debate público sobre la modernidad en Colombia?

 

Juan Manuel Charry: Si bien es cierto que el país cuenta con unas instituciones liberales  y democráticas que cada tanto se reajustan al amparo de la Constitución de 1991, todavía subsisten instituciones anacrónicas que frenan el progreso de Colombia, como, por ejemplo, los monopolios estatales y los servicios de notariado, que no solo contribuyen a ese rezago, sino también a la creación de círculos o de élites alrededor de esas mismas instituciones obsoletas.

 

Á. J.: ¿Cómo contribuye una reforma a la justicia a ese propósito de modernidad en las instituciones?

 

J. M. C.: La modernidad se puede sintetizar en un concepto muy simple, que es la despersonalización del poder. El gran avance de las revoluciones burguesas fue pasar de un régimen monárquico, donde el poder lo ejercía una persona y lo heredaba su descendiente, a un régimen donde el poder se diseña racionalmente para ser ejercido por personas que son relevadas siempre cumpliendo funciones concebidas de manera racional y abstracta. En este orden de ideas, todo el sistema, incluido el aparato judicial, se debe modernizar bajo ese mismo principio, pues la justicia no puede ser personalizada y no puede tomar decisiones por proximidad, por parentesco, por amiguismos, por clase social o por presiones de los medios de comunicación. Se toman decisiones de acuerdo con un sistema prestablecido y se llega a la administración de justicia por méritos y por trayectoria.

 

Á. J.: ¿Por qué es necesario reformar la justicia colombiana?

 

J. M. C.: Si bien la Constitución de 1991 es un avance y concibe un Estado más moderno y con funciones sociales, se incurrió ingenuamente en varios errores: el primero, fue creer que la actividad judicial ayudaría a corregir los vicios políticos. Al asumir competencias electorales respecto de otros altos cargos del Poder Público, los jueces entraron en contacto directo con la política, pero no para resolver esos vicios, sino para agravarlos, extendiéndolos al Poder Judicial. El segundo fue creer que la política se corregía juzgando a los actores políticos y se diseñaron unos controles para congresistas, básicamente, el fuero penal y la pérdida de investidura con inhabilidad perpetua.

 

Veintidós años de vigencia de la Constitución muestran, en mi opinión, de manera irrebatible, que lo que ocurrió fue perverso, porque esa posibilidad de que el juez incidiera en la política lo hizo vulnerable a esas mismas prácticas políticas de cabildeo, de pago de favores e inclusión en círculos de poder, etc., que, a la postre, terminaron desvirtuando la actividad judicial. El sistema está desbalanceado, porque, además, tenemos una clase política sobrecontrolada y una magistratura sin ningún control, lo que hace que, en la práctica, muchos jueces terminen excediendo sus funciones, como en el caso de la Corte Constitucional, o conformando grupos de poder y burocracias que atrapan la función judicial, como en la Corte Suprema, el Consejo Superior de la Judicatura y, en algo, el Consejo de Estado.

 

Á. J.: ¿Por qué ha sido tan difícil encontrar una fórmula transparente y eficiente de gobierno judicial?

 

J. M. C.: El manejo presupuestal y administrativo de la Rama Judicial siempre estuvo en manos del Ministerio de Justicia, por lo cual se decía que la justicia era la cenicienta del sistema político colombiano, dependiente de la Rama Ejecutiva. La Constitución de 1991 crea el Consejo Superior de la Judicatura como órgano de administración y de gobierno de la Rama Judicial para garantizarle su autonomía e independencia. Pero ahí se cometen dos errores: uno, que esa administración se le entrega a un órgano colegiado con cultura judicial y no con cultura administrativa y gerencial, que hace que las decisiones sean muy lentas y que la administración y la ejecución se vuelvan ineficientes. El otro es que se le da naturaleza jurisdiccional a la función disciplinaria para evitar que la Procuraduría General de la Nación discipline a los jueces. Eso genera un órgano ineficiente en lo administrativo, con naturaleza jurisdiccional, pero que cumple funciones disciplinarias dentro de la rama y respecto del ejercicio de la profesión de abogado, y que, por el sistema de elección de sus integrantes, termina politizado, al punto de que muchos quieren suprimirlo. Yo me cuento entre ellos.

 

Á. J.: ¿Qué tipo de entidad debería, entonces, gobernar, administrar y disciplinar a la justicia?

 

J. M. C.: Se necesitan órganos más especializados y más técnicos que ejerzan esas funciones de administración de la Rama Judicial, y no propiamente con funciones disciplinarias judiciales.

 

Á. J.: ¿Cuáles serían, a su juicio, los puntos clave para acometer esa reingeniería a la justicia colombiana?

 

J. M. C.: La primera regla de oro es que todo funcionario debe responder por la extralimitación u omisión de sus funciones, es decir, que exista una responsabilidad efectiva de los magistrados de las máximas corporaciones judiciales. Esto implica un régimen de responsabilidad equilibrado para los altos funcionarios del Estado, donde los controles para congresistas, magistrados, Presidente, Procurador, etc., sean similares y sean efectivos en lo político, en lo disciplinario y, cuando sea necesario, también en lo penal. Hay que acabar con esa cultura de funcionarios irresponsables que hacen lo que quieren porque no hay controles efectivos y confiables que revisen su conducta y que la sancionen cuando sea pertinente hacerlo. Otros puntos clave serían: despolitizar la justicia, así como desjudicializar la política, solucionar la hipertrofia de la rama, solucionar la congestión y la impunidad.

 

Á. J.: ¿Podría ahondar brevemente en estos cinco aspectos?

 

J. M. C.: El primero es exigir responsabilidades. Hoy, padecemos una judicialización de la política, los jueces controlan a los políticos, pero nadie controla a los jueces, porque los políticos están tan desprestigiados que perdieron la credibilidad y la legitimidad para hacerlo.

 

Un segundo punto es despolitizar a los jueces, quitarles funciones electorales y el control de la actividad política y buscar otras formas de control para altos funcionarios del Estado. El desbalance es tal que basta mirar los controles a los que están sometidos los congresistas versus los controles a los que están sometidos los magistrados. Los primeros tienen fuero penal, pérdida de investidura, control disciplinario de la Procuraduría, controles internos de Comisión de Ética, controles de sus partidos o movimientos y control fiscal. ¿Qué controles tienen los magistrados? Ninguno. No pierden la investidura, tienen un fuero que nunca opera, un control político que nunca opera, no los disciplina la Procuraduría, en fin, tenemos un sistema totalmente desbalanceado.

 

El tercer punto es la hipertrofia de la Rama Judicial y los consecuentes choques de trenes, que se exacerban con la acción de tutela, pero que obedecen a que tenemos cuatro altas corporaciones más la Fiscalía, es decir cinco, cuando lo que debemos buscar es que haya una corporación o máximo dos. El Consejo Superior de la Judicatura debe ser suprimido como órgano judicial, sin perjuicio de que se cree un órgano de administración y gobierno para la rama. Y se debe suprimir la Corte Suprema de Justicia, lo cual representa históricamente una ruptura enorme, o, por lo menos, fusionarla con la Corte Constitucional para efectos del control constitucional de las sentencias.

 

El cuarto punto es la congestión de los despachos judiciales y la mora en los procesos, dos problemas inescindibles. Nuestro modelo procesal es del siglo XIX, muy formal y lleno de normas inoficiosas e inoperantes. Hemos cometido un error enorme en la concepción del proceso, y es colocar al juez a administrarlo, haciendo de la intermediación de la prueba un principio intocable, cuando yo creo que el juez lo único que tiene que hacer es fallar. Lo demás puede correr a instancias de las partes, con intervención de otro tipo de autoridades o de colaboradores. Pero el juez lo único que debe hacer es conocer de una diferencia y tomar una decisión definitiva, no hay que ponerlo a escuchar testimonios interminables, que al menos en la jurisdicción civil y laboral suman muy poco, porque la prueba documental es la principal. Entonces, lo tenemos administrando un proceso largo, resolviendo pequeños asuntos dentro de ese proceso, lo cual lo desgasta y le quita el tiempo necesario para que se dedique a lo esencial, esto es, tomar las decisiones de fondo. Para esto, se debe modernizar el proceso, sirviéndose de las tecnologías de la información y la comunicación, y abriendo más el debate, incluso permitiendo que el juez falle con apoyo de un sistema de antecedentes que le señale qué decisión debe tomar frente a casos similares. Con esto se ahorraría mucho tiempo, porque todos sabemos que la justicia que llega 10 años después ya no es justicia. La celeridad y la prontitud son objetivos urgentes para que las decisiones lleguen a la vuelta de uno, dos o tres meses.

 

Por último, tenemos el tema de la impunidad, que históricamente sigue sin resolverse en materia penal. Hemos hecho muchos ejercicios, el último de ellos, el del sistema acusatorio puro, con una Fiscalía que equivale casi a la mitad del presupuesto de la Rama Judicial y que mantiene unos índices de impunidad cercanos al 90 %, completamente inaceptables. El análisis debe ser muy juicioso para ajustar el tema de la oralidad, no en función del modelo formal de fiscales y de jueces, sino de investigadores y de miembros de la policía judicial, que deberían estar en mayor número haciendo pesquisas y recolectando pruebas en el terreno y menos trabajo de escritorio. Tenemos mucho funcionario de escritorio y poco investigador.      

 

Á. J.: ¿Qué hacer con la tutela en el marco de una reforma a la justicia? ¿Hay que meterle mano también al arbitraje? ¿Debemos ser ambiciosos o selectivos en el trámite de esa gran reforma?

 

J. M. C.: Hay que hacer una reforma integral, no a retazos. La justicia debe entenderse como un sistema y hacer la reforma parcialmente sería un error. La tutela es uno de esos temas por revisar, pues si bien es un gran avance en el sistema colombiano, exacerbamos el recurso. Hemos llegado al punto de usarla para atacar la propia ineficiencia de la administración de justicia o la mala calidad de sus decisiones, lo cual ocurrió en México y en Alemania, países que nos llevan ventaja en la introducción de esta figura.

 

No lo estoy justificando, por el contrario, creo que no hay excusa porque la tutela debería ser un recurso residual y la administración de justicia debería ser la verdadera garante de los derechos, sin que eso implique, como está pasando aquí, que el juez constitucional invada una órbita de derechos no tutelables, como los económicos y sociales, lo que, en buena medida, obedece a la propia ineficiencia de la administración de justicia y al llamado cogobierno de los jueces. Es un fenómeno similar al de la casación, que abrió el camino a la tutela contra sentencias. Para todo esto, la reforma debe trazar unas reglas de juego claras y ojalá progresistas del juez constitucional, como, por ejemplo, establecer el recurso de constitucionalidad contra sentencias y resolver las jerarquías entre las distintas cortes.

 

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