Especiales derecho Penal
¿Urge un nuevo Código Penal?
21 de Febrero de 2020
PhD. Mauricio Cristancho Ariza
Escuela de Investigación en Criminologías Críticas, Justicia Penal y Política Criminal “Luis Carlos Pérez”
Universidad Nacional de Colombia
n julio de 1764, se publicó por primera vez la obra insignia de Cesare Beccaria, De los delitos y las penas, en cuyo capítulo 27 original, titulado Dolcezza delle pene (La dulzura de las penas), afirmó que “no es la crueldad de las penas uno de los más grandes frenos de los delitos, sino la infalibilidad de ellas”. Tanto el título como la cita son contundentes. Con esta quiso significar que la certeza del castigo, aun moderado, generará más persuasión que una fuerte sanción con alta probabilidad de impunidad, y con el título vaticinó, sin quererlo, que el incremento de penas no solo sería un almíbar para el legislador actual, sino que se convertiría en el mecanismo idóneo para generar una falsa sensación de justicia en la sociedad.
Han transcurrido poco más de 250 años desde la primera publicación de tan importante obra y nuestro Congreso no logró comprender el infalible mensaje que nos legó el prodigio penalista de Milán. Parece de Perogrullo afirmar que a Colombia la carcomió el “populismo punitivo”, manifestado en el alza indiscriminada e inconsulta de penas y en la restricción irreflexiva de beneficios. Nuestro Código Penal es una tóxica y desquiciada mezcla de preceptos ilegales, incoherentes e innecesarios. La ilegalidad parte del quebrantamiento grosero de la estructura de mínimos y máximos que debe orientar la imposición de las penas. A voces de sus artículos 31 y 37 no podrá imponerse, en ningún caso, más de 50 años de prisión por delito, o más de 60 en evento de concurso. A pesar de tan clara directriz, algunos tipos han desbordado toscamente estos límites.
A modo de ejemplo, el homicidio en persona protegida (art. 135) tiene una pena básica de 480 a 600 meses de prisión. Sin embargo, mediante Ley 1257 del 2008, sobre violencia de género, se aumentó de la tercera parte a la mitad cuando se cometiere “contra una mujer por el hecho de ser mujer”, es decir, la pena mínima para ese delito sería de 640 meses (poco más de 53 años) y la máxima de 900 meses (75 años), consolidándose pena única de 50 años. Similar escenario es el del tráfico de niñas, niños y adolescentes (art. 188), que tiene fijada una pena de 30 a 60 años, pero que en modalidad agravada aumenta de la tercera parte a la mitad, obteniéndose una pena de 40 a 90 años. El lavado de activos, luego de aplicar sus múltiples agravantes (arts. 323 y 324), alcanza una pena que en el máximo supera los 78 años de prisión.
Incoherencia
La incoherencia también es distintivo plausible de nuestro Código Penal. Vale recordar que el homicidio simple, que, teóricamente, protege el bien jurídico más importante (la vida), en su redacción original del año 2000 consagró una pena que oscila entre 13 y 25 años de prisión; con la absurda reforma de la Ley 890 del 2004, tales fronteras subieron a 208 y 450 meses, respectivamente. Por su parte, el delito de porte (ilegal) de armas de fuego (art. 365) ostenta una pena entre 9 y 12 años, pero al agravarse, de acuerdo con la Ley 1453 del 2011 (medios motorizados, uso de máscaras, etc.), pasa a rangos entre 18 y 24 años, superando sin razón alguna el mínimo del delito contra la vida. Bajo esa lógica, es más grave portar un arma en una moto que segar la vida de una persona.
En la misma línea, la inducción a la prostitución (art. 213) tiene una pena de prisión de 10 a 22 años, mientras que el constreñimiento a la prostitución (art. 214) de 9 a 13 años, por lo que, en el entendimiento del legislador, es más grave inducir a alguien a que se prostituya a que se le obligue para el mismo propósito. Si un extranjero ofrece dinero a cambio de sexo con un menor, puede recibir, por la sola promesa remuneratoria, hasta 37 años de prisión (217A), pero si cualquier persona, incluido el foráneo, viola al menor, su pena oscilará entre 12 y 20 años. Pero las incoherencias no paran allí, un aborto, supóngase cometido contra un nasciturus a punto de que la madre lo dé a luz, partiría de 16 meses de prisión (art. 122), en tanto darle un puntapié a un perro, en la calle, arrancaría en 18 meses (arts. 339A y 339B); en el ámbito patrimonial, un hurto calificado y agravado, que podría configurarse con el conocido “raponazo” a un “viajero”, puede alcanzar los 28 años de cárcel, mientras que evadir millones de dólares en el pago de regalías es conducta atípica.
Las reformas innecesarias son otras de las peculiaridades de nuestro Código. La cobertura mediática de algunos procesos llevó a que el locuaz legislador se apresurara a crear o adicionar delitos, luego de que se advirtieran supuestos vacíos normativos: tal fue el caso del fraude de subvenciones (art. 403A) a partir del escándalo de Agro Ingreso Seguro, o la regulación sobre hallazgos de servidores públicos (L. 1201/08), modificatoria del delito de peculado, a raíz del connotado caso de “La guaca”. Lo curioso es que, en una y otra causa, no hubo absoluciones por atipicidad de las conductas, por el contrario, se impusieron sendas condenas teniendo como base la normativa del año 2000.
Innecesarias se evidencian conductas que encuentran clara solución en procedimientos civiles, policivos o disciplinarios, como, entre otras, emisión y transferencia ilegal de cheque (art. 248), invasión de tierras o edificaciones (art. 263), impedimento y perturbación de ceremonia religiosa (art. 202), impedimento o perturbación de la celebración de audiencias públicas (art. 454C) o, inclusive, injuria (art. 220) y calumnia (art. 221), que se extinguen con la simple retractación. Hay delitos inaplicables, como sustracción de cosa propia al cumplimiento de deberes constitucionales o legales (art. 309), y tipificaciones absurdas, como el hecho de que fabricar un sumergible, sin autorización legal, con independencia de su destinación, atente contra la salud pública (art. 377A).
Reforma necesaria
Las bases constitucionales y lógicas de nuestro estatuto penal han sido insalvablemente dinamitadas, de ahí que no deba ignorarse el anuncio hecho por el Gobierno Nacional sobre una reforma penal, siempre que esta sea estructural. Para tal cometido, y volviendo a los principios básicos que se enseñan en las lecciones de Penal General, habrán de tenerse en cuenta, por lo menos, los siguientes escenarios: para empezar, y aunque suene obvio, la redacción deberá estar a cargo de expertos penalistas, con comisiones y discusiones serias, como aconteció hasta el preludio del Decreto 100 de 1980, en donde se atiendan la necesidad, proporcionalidad, razonabilidad y fines del sistema punitivo. El proyecto debería promoverse como ley estatutaria, pues, además de que el Código Penal innegablemente desarrolla derechos fundamentales, tal trámite pondrá una talanquera a reformas apresuradas.
Y comoquiera que en este escenario irrumpirá el populista discurso de la “cadena” perpetua, he de indicar, sin vacilación, que el verdadero debate no es si se impone, sino si se quita. A pesar de la satisfacción colectiva que generan las sentencias en las que se imponen varias décadas de prisión por hechos de corrupción, considero que tales condenas son el producto de un sistema penal que se ha desquiciado. Para sustentar esta afirmación, no acudiré a la falaz y delirante ponderación que suele hacerse con las penas impuestas en virtud de procesos transicionales, pues, definitivamente, corresponden a presupuestos diversos; señalaré, simplemente, que en la inmensa mayoría de países que contemplan la prisión vitalicia, también se establece un término razonable para su revisión, de ahí que el fantasma de la perpetuidad no es lo que el político colombiano suele ofrecer en sus correrías electorales.
En Bélgica, por ejemplo, la revisión se da a los 10 años; en Alemania, a los 15; en Holanda y España, a los 25, y en Italia, a los 20, se accede a beneficios penitenciarios y a los 26 se puede optar por la libertad condicional. Y de cara a la imposición de penas, baste con señalar que la Corte Penal Internacional, que tiene a su cargo la investigación y el juzgamiento de los delitos más graves, aquellos que la humanidad rechaza, no ha superado las dos décadas en sus condenas; a Thomas Lubanga, por crímenes de guerra, le impuso 14 años; a Germain Katanga, por masacres y esclavitud sexual, 12 años; al yihadista Ahmad Al Mahdi Al Faqi, por crímenes de guerra, 9 años, y a Jean Pierre Bemba, quien finalmente fue absuelto en segunda instancia, se le había impuesto una pena de 18 años por crímenes de guerra y contra la humanidad.
Finalmente, es claro que las reformas penales son útiles atendiendo a los avances y necesidades sociales, siempre, insístase, que sean discutidas, ponderadas y no obedezcan a revanchismos o impulsos electorales. Por ello, en la reforma venidera habrá de desarrollarse también una asequible, comprensible y aplicable normativa que esté a la vanguardia de los nuevos paradigmas del Derecho Penal, como el medioambiente, el cibercrimen (High-Tech Crimes) y la delincuencia supranacional.
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