Especiales Arbitraje y Resolución de Conflictos
Política arbitral y deliberación imparcial
11 de Octubre de 2019
Johan Ferley Rodríguez Fonseca
Asociado del Grupo de Práctica de Resolución de Conflictos y Protección de Inversiones
Gómez-Pinzón Abogados
Son múltiples los debates que suscita la política en materia arbitral establecida mediante la Directiva 04 del 2018 de la Presidencia de la República. Particularmente, sobre el procedimiento de nominación de árbitros en procesos que involucran a una entidad estatal, aspecto sobre el cual existen dos opiniones encontradas.
Por un lado, hay quienes piensan que resulta problemático para la seguridad jurídica, pues genera incentivos para que los árbitros otorguen fallos favorables a la parte estatal a fin de garantizar nominaciones futuras en arbitrajes de la misma naturaleza. En contraposición, hay quienes consideran que es una medida de planeación que favorece los intereses del Estado y que se funda en una selección objetiva basada en la experticia del administrador de justicia, después de todo, no solo la celeridad es razón para acudir a arbitraje.
Es así como la Directiva 04 del 2018 se ha convertido en foco de críticas que deben llamar la atención de quienes utilizan el arbitraje para dirimir sus disputas.
Críticas
En primer lugar, se critica que los tribunales arbitrales usualmente deciden de forma “salomónica”, a fin de satisfacer a ambas partes (Splitting the baby). En segundo lugar, suele señalarse que los árbitros tienden a favorecer a aquella parte que eventualmente implique más negocios, de manera que emitir un laudo favorable podría conducir a nuevas nominaciones de esa parte o de compañías del mismo sector económico (Repeat player).
Ambos casos representan un punto álgido de discusión que, para el caso concreto, lleva a cuestionarse si la Directiva 04 del 2018 podría conducir a una tendencia generalizada de fallos favorables al Estado y si tales fallos serían el resultado de una política pública altamente efectiva, o bien del incentivo que implica participar como administrador de justicia en arbitrajes que involucran partes estatales.
Lo cierto es que cuando se analiza la práctica arbitral desde la perspectiva de la legitimidad, en términos ius filosóficos, se trata del ejercicio de una facultad otorgada por el ordenamiento jurídico a las partes, en cuya virtud se apartan del contrato social mediante una acción comunicativa que modifica las reglas para la resolución de sus conflictos. De modo que, libre y voluntariamente, las partes pueden elegir al administrador de justicia para su controversia en atención a múltiples criterios.
Por lo anterior, es apenas natural que el Estado establezca directrices generales para la nominación de árbitros del mismo modo en que lo hacen las partes privadas, siempre buscando el candidato que se encuentre mejor capacitado para analizar la controversia, protegiendo, en consecuencia, el patrimonio del Estado en el marco de la justicia.
No obstante, múltiples disciplinas, incluyendo la Sicología y la Economía, se han preguntado ¿cómo deciden los administradores de justicia? Y concluyen que las decisiones judiciales y arbitrales no solo son el resultado de un silogismo lógico basado en premisas fácticas y jurídicas, sino que también se circunscriben a la naturaleza del administrador de justicia como agente económico y a una serie de incentivos o filiaciones personales.
De esta manera, una norma pensada para la protección de los intereses del Estado fácilmente puede convertirse en un incentivo para la emisión de fallos que, pese a ser favorables al Estado, no atiendan a las normas sustanciales o a las pruebas del proceso, afectando gravemente la seguridad jurídica, cuya salvaguarda se limitaría al recurso extraordinario de anulación y a la acción de tutela.
Esta situación ha sido -y seguramente seguirá siendo- foco de discusión para quienes se involucran en la práctica arbitral en Colombia y, claramente, es una extensión de los debates que suscitan la independencia y la imparcialidad de los árbitros alrededor del mundo que han fundamentado diversos instrumentos jurídicos – de soft law- que propenden por la independencia y la imparcialidad en las decisiones arbitrales a nivel internacional y que, justamente a efectos de garantizar la seguridad jurídica, deberían incluirse en la regulación arbitral.
Esta discusión sobre la independencia e imparcialidad no es otra cosa que un debate sobre las consecuencias prácticas de la legitimidad en la administración de justicia y su materialización en los roles que ocupan los jueces y los árbitros en el poder público.
Así, pues, los primeros se legitiman a través del Estado y, en consecuencia, del mismo contrato social, por lo que aparentemente no les reporta ningún beneficio decidir de forma que una o ambas partes se encuentren conformes. Los segundos, por legitimarse no solo en el contrato social, sino en un pacto concreto y en la nominación de una de las partes, a primera vista, parecen ser propensos a favorecer intereses propios o de la parte nominadora, critica que repetidamente se hace al arbitraje.
Imparcialidad e independencia
Con todo, las discusiones sobre la independencia y la imparcialidad parecen no tener fin. No obstante, dentro del ámbito que nos ocupa, esto es, la Directiva 04 del 2018, lo cierto es que quienes practican y utilizan el arbitraje deben propender por el fortalecimiento de estándares que promuevan la ética y las buenas prácticas en su ejercicio, en lo posible, a través de la utilización de herramientas que permitan evaluar la independencia y la imparcialidad de los árbitros evitando los repeat player y las decisiones “salomónicas” (Splitting the baby).
Propender por argumentaciones robustas -más que simplemente extensas- que soporten clara y contundentemente las decisiones arbitrales, valiéndose de todos los medios probatorios que tienen los administradores de justicia a su alcance, es la tarea de los tribunales arbitrales. Igualmente, cualquier medida tendiente a excluir de nominaciones futuras a árbitros que hayan participado de decisiones desfavorables al Estado, que no atienda exclusivamente a errores de fondo en los fallos anteriores o a conductas vulneradoras de derechos sustanciales o procesales, debería estar absolutamente vedada, pues, de lo contrario, se genera un riesgo inigualable de sacrificar la seguridad jurídica so pretexto de la protección del patrimonio del Estado.
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