Curiosidades y…
Ya no somos el centro
19 de Enero de 2012
Antonio Vélez Especial para ÁMBITO JURÍDICO
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Para los griegos antiguos, los planetas y las estrellas no eran más que pequeños adornos que brillaban en las noches, situados un poco más allá del Sol, a distancia modesta y orbitando alrededor de la terra nostra. Además, casualmente en el mismo territorio griego estaba situado el centro del Universo, justo en el Oráculo de Apolo, en Delfos, señalado con precisión divina por medio de una piedra en forma de medio huevo: ónfalos u ombligo, la llamaron.
Y fue justo un griego, Aristarco de Samos, quien se adelantó a su tiempo y elaboró una topografía cósmica bastante acertada para su época; además, conjeturó que nuestro planeta giraba alrededor del Sol, verdad que se mantuvo en el olvido durante los 15 siglos siguientes. El error persistió gracias a Ptolomeo, quien propuso un sistema astronómico más amable y acorde con nuestra intuición, en el cual la Tierra ocupaba el centro del mundo. El Universo se extendía hasta las vecindades del planeta Saturno, el último de los conocidos entonces; un poco más allá, las estrellas. Nosotros en el centro, pero además, en el centro de atención de los dioses.
Apareció entonces Copérnico, quien tuvo que luchar a muerte con papas y autoridades religiosas para sacar a la Tierra del centro del Cosmos y cederle su lugar al Sol. Luego comenzaron las ampliaciones: en 1838 se midió por primera vez una distancia estelar: 110 billones de kilómetros nos separaban de la estrella 61 del Cisne, distancia que volvió insignificantes las dimensiones de nuestro sistema solar. La Vía Láctea, ese reguero de polvo interestelar, estaba en realidad formada por una multitud de soles. El Universo amplió sus horizontes hasta convertirse en toda una galaxia. Al mismo tiempo, nuestra Tierra se fue contrayendo hasta convertirse en una invisible mota de polvo en medio de la majestuosa inmensidad del espacio estelar. “Un puntito azul pálido”, decía Carl Sagan.
En 1923 se demostró que la llamada nebulosa de Andrómeda era otra galaxia, independiente de la nuestra y situada a 25 ¡trillones de kilómetros! Dejó la nuestra de ser el centro del Universo y se convirtió en un modesto rincón del espacio; una entre cientos de millones, dispersas en un espacio casi infinito, lleno solo de vacío, oscuridad, silencio, soledad… De un solo tajo dejamos de ser el ombligo del mundo.
Apareció entonces Albert Einstein, y en un vuelo genial de imaginación destruyó nuestra idea natural de la existencia de un marco absoluto de referencia espacial. En esa rara geometría descubierta por el genio ya no tenía siquiera sentido hablar del centro. Como ocurre en la superficie de una esfera, cualquier punto podía aspirar a serlo. De igual modo, en la inmensa vastedad del universo no había centros, o mejor, el centro estaba en cualquier parte, o en ninguna. Y no tenía confines, así que podríamos viajar por él sin que nuestro viaje terminase jamás.
Pero no paró allí nuestra degradación: Darwin nos enseñó que no somos siquiera el centro de la vida, pues del frondoso árbol de los seres vivos, el Homo es apenas una ramita insignificante, nada entre los millones de especies que ahora nos acompañan. Un simple accidente evolutivo, fugaz en el tiempo cósmico. Más aún, la vida podría existir en otros de los miles de billones de sistemas solares que nos rodean.
Por su lado, los neurosicólogos han llegado a resultados inquietantes: nuestros actos, aparentemente dirigidos por la razón, en realidad están comandados en su mayor parte por nuestro sistema emocional, lo que ha destronado la consciencia de su lugar privilegiado, como el Yo supremo, piloto de nuestra nave y centro de nosotros mismos. La realidad es que somos esclavos de nuestro soma, aunque nos cueste admitirlo. Y bien inocentes somos cuando nos creemos la medida de todas las cosas. Apenas comenzamos a entender la vastedad de nuestro espacio interior.
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