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Actualizado hace 1 minute | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnistas


¿Y de la corrupción qué?

12 de Mayo de 2014

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Francisco Reyes Villamizar

Profesor visitante de la Universidad de Friburgo

societario@gmail.com

           

 

En estas lánguidas y aburridísimas elecciones de este año ha estado ausente cualquier debate sobre los grandes temas del país. Parecen más importantes las encuestas, las cábalas sobre quiénes llegarán a la segunda vuelta y las conjeturas sobre las posibles coaliciones, que la forma como habrá de gobernar el que gane.

 

Y no estamos propiamente, como algunos creen, en un oasis de abundancia y prosperidad. A pesar de la efímera riqueza que nos han traído la minería y el petróleo, las condiciones generales del país siguen siendo muy precarias. No se requieren grandes análisis para concluir que la pobreza generalizada, la deficiente infraestructura y la carencia de asistencia básica por parte del Estado siguen siendo las facetas más visibles de la realidad nacional.

 

Aunque se ha dado como un hecho cierto el ingreso de Colombia a la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OCED), lo cierto es que esa entidad ha hecho reparos muy significativos a la situación del país. En un extenso memorial que contiene decenas de puntos pendientes, ha puesto de presente que Colombia no tiene las características de los otros encopetados miembros que pertenecen a ese club de países ricos. Entre otras afirmaciones, la organización sostiene que “la corrupción continúa siendo un problema y la percepción que existe sobre ella afecta el clima de negocios. La corrupción afecta, especialmente, a los gobiernos regionales. En el 2011, más de 100 alcaldes fueron sancionados por el Procurador General y más del 90 % de ellos fueron suspendidos. Más aún, los indicadores muestran que el riesgo de corrupción es alto en algunas instituciones clave relacionadas con la infraestructura, de modo que se requieren mejores sistemas de información, así como mayor transparencia y responsabilidad por parte de los funcionarios”. La organización enfatiza también en la necesidad de hacerle frente a este problema, pues es evidente que, en lugar de haber cedido como se habría podido esperar, ha aumentado de forma significativa.

 

Lo dicho por la OCED coincide con las mediciones que hace Transparencia Internacional, donde Colombia ocupa el puesto 94, entre 177 países analizados. O sea que, según esta ONG, nuestro país está dentro de la mitad de los más corruptos del planeta. En este análisis, somos calificados con 36 puntos sobre 100, lo cual nos deja muy mal parados frente a Chile, por ejemplo, que alcanza 71 puntos y ocupa el lugar 22 en la misma clasificación. No sorprende, entonces, que desde hace años los chilenos hayan sido admitidos sin reparos a la OCED.

 

Desde luego que no se trata solo de la deshonestidad del Estado y sus funcionarios. En este asunto también hay un aporte significativo de los particulares. De nada han valido las reformas draconianas a las leyes sobre la materia, como tampoco ha sido de ninguna utilidad la siempre tardía acción de los órganos de control. Parece, más bien, que todos estos factores han agravado la situación en lugar de mejorarla.

 

Y en este asunto es mucho lo que podría hacerse desde la profesión jurídica. Ya es hora de ponerle fin a los expedientes dilatorios, la morosidad judicial, los magistrados corruptos, las piruetas legales, los cruceros en las altas cortes, las asesorías corporativas heterodoxas, los carruseles de pensiones y tantas otras prácticas deleznables con las que convivimos sin siquiera chistar.

 

Esta realidad tan poco halagüeña no es sino el resultado de la falta de adecuada reglamentación y control sobre la carrera de Derecho y la profesión del abogado. Es inexplicable, por ejemplo, que no exista una colegiatura obligatoria en Colombia con reglas drásticas, tanto en los métodos de valoración de conocimientos y aptitudes, como en la conducta ética de quienes aspiran a ejercer la profesión. No es conveniente ni razonable que el simple título de abogado sea suficiente para ejercer la profesión y mucho menos para desempeñarse como funcionario de la Rama Judicial. Todo esto debería ser objeto de análisis detenido para las anunciadas reformas educativa y judicial.

 

Ante el silencio de los candidatos sobre esta y otras materias esenciales, habrá que esperar a que pasen las elecciones para saber si al menos habrá de anunciarse algún cambio, un proyecto de reforma o alguna acción concreta. Claro que, como lo aconseja la prudencia, es mejor mantener las expectativas en un punto bajo, para evitar que la decepción sea aun mayor.

 

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