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Actualizado hace 10 hours | ISSN: 2805-6396

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Reflexiones


Volver al pasado

23 de Abril de 2012

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Jorge Orlando Melo

Jorge Orlando Melo

www.jorgeorlandomelo.com

 

 

 

Ha vuelto la vieja discusión de si vale la pena que los ciudadanos conozcan la historia del país. Se supone que en una sociedad democrática, si no se conoce el pasado, las decisiones políticas y sociales se basan en lealtades personales, odios y simpatías, pero no en argumentos racionales ni en un análisis de la experiencia real, de lo que han hecho partidos o candidatos, o de sus propuestas, para pensar si tienen o no probabilidades de ponerse en práctica y lograr buenos resultados.

 

La historia es una experiencia vicaria, una forma de ponerse en el papel de otros, como en un juego de roles o en un estudio de caso, para aprender a pensar sobre la sociedad. Esta simulación puede ser muy simple, para que los niños capten el paso del tiempo y adquieran la noción de cambio, o muy compleja, para reflexionar sobre los factores que afectan la vida política, descubrir que los sueños de un estado omnipotente, que resuelva todos los problemas, pueden traer más daños que ventajas, o que lo que hace todos los días la gente, los trabajadores, los campesinos o los empresarios, influye más sobre lo que le pasa a un país que las declaraciones e intenciones de los políticos.

 

Tener una población que use su conocimiento del pasado para decidir supone una visión algo idílica de la democracia, pero a la que no se puede renunciar: si la deliberación racional no tiene peso en la política, la misma democracia se pone en cuestión.

 

Y supone, en la práctica, algo complicado: encontrar el modo eficaz de enseñar historia en el salón de clase, sobre todo en la escuela básica. Y esto no es fácil, en un país con una educación elemental de mala calidad y en el que, además, las universidades se han aislado de la escuela. Hoy, en efecto, las universidades tienen investigadores de alto nivel, que hacen excelentes estudios sobre la historia del país. Sin embargo, lo que saben no llega ni siquiera a los demás estudiantes universitarios. Mientras que en otras partes todo estudiante de educación superior tiene que tomar algunos semestres de historia de su país, aquí la urgencia inútil de formar gente para el trabajo ha eliminado de casi todas las carreras (ingenierías, ciencias de la salud, ciencias puras, tecnologías) las materias humanísticas, las que forman a la persona, pues no se considera que tengan “pertinencia” o estén “articuladas” con su ejercicio profesional.

 

Y lo que llega a la escuela de esto es todavía menos: usualmente los estudiantes de las facultades de Ciencias de la Educación toman alguna clase de historia, de la que les queda apenas una jerga hueca y unas generalizaciones que después repetirán, aún más simplificadas, a sus estudiantes. En la práctica, lo que llega a la escuela viene mediante unos manuales confusos y muy ilustrados que deprime leer, guiados por unos “lineamientos” de un formalismo irreal, para lograr unos “estándares” que se relacionan poco con los contenidos de las materias.

 

Y sin embargo, para mejorar la calidad de la educación es tal vez más fácil mejorar la enseñanza de historia o de biología, mediante un buen uso de las nuevas tecnologías, que embarcarse en grandes proyectos integrales, como eliminar las dobles jornadas o dar miles de cursos a profesores que no cambian con ellos. Hoy sabemos, por ejemplo, que hacer que los niños bogotanos tengan dos horas extras de clase al día puede costar cerca de un billón de pesos más por año. Con la milésima parte de eso podría diseñarse un sistema muy complejo y sofisticado de materiales de historia que sirvan de apoyo a la escuela, puestos en la red, que, estoy seguro, tendría un impacto real sobre lo que pasa en las clases.

 

Pero como nadie recuerda los grandes e infructuosos esfuerzos de los últimos cincuenta años para mejorar la calidad de la educación, volveremos a ensayar lo que no ha funcionado.

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