Opinión / Columnistas
Una reforma incompleta
29 de Abril de 2015
Mariela Vega de Herrera Abogada especialista en Derecho Administrativo |
Es un hecho que la crisis endémica del aparato judicial, deslegitimado a los ojos de la mayoría, tocó fondo con el último escándalo que excede los límites de lo tolerable en un Estado de derecho. Ahora la Corte Constitucional, con su presidente como protagonista principal, y algunos de sus integrantes y exmagistrados, según noticias difundidas profusamente, estremecieron de malestar e indignación a la comunidad que, inerme, conoce posibles conductas delictivas atribuibles a tan importantes personalidades.
Como resultados inmediatos, a más de generalizados rechazos y críticas, el oprobioso espectáculo habría obligado al Gobierno a complementar el llamado proyecto de equilibrio de poderes en aspectos concernientes a la administración de justicia, que deberían redundar en mejorar su eficiencia y, por ende, su respetabilidad.
De tal propuesta se destaca por conveniente el acceso a las denominadas altas cortes precedido de concurso de méritos que, afortunadamente, no tendrá como único sustento hojas de vida atiborradas de especializaciones, maestrías y doctorados. Tales títulos, a pesar de su autenticidad formal, no siempre respaldan conocimientos indispensables para desempeñar cargos de exigencias en virtudes éticas y científicas.
La Carta del 91 no acertó al eximir de la carrera judicial el ingreso de magistrados de las corporaciones superiores, que, precisamente, deberían ser óptimos en calidades y cualidades. Las consecuencias para la administración de justicia por la incorporación de funcionarios, impregnada de intereses extraños a los altos fines del Estado, están reflejadas en el demérito que arrojan las encuestas sobre su prestigio.
Las reformas mantienen en esencia el aforamiento para los componentes de las altas cortes, sin una razón válida que lo justifique. Por la naturaleza jurídica que entraña la función de dichas corporaciones, consecuentemente el juzgamiento de sus integrantes debería corresponder a jueces ordinarios. Contrastan por ser diferentes el fuero militar, sustentado razonablemente por las actividades propias de las fuerzas armadas, desconocidas para expertos en Derecho, y el de los servidores públicos elegidos por voto popular, dado el carácter político de su origen y de sus decisiones.
Actualmente, el aforamiento para funcionarios judiciales, como se proyecta, es contrario al principio de igualdad consagrado por la Carta Política, no solo frente a otros funcionarios; es discriminatorio de cara a los magistrados de los tribunales y al resto de los jueces, que cumplen, igualmente, la misión de impartir justicia.
Para una verdadera transformación en la justicia no basta con ajustar normativamente la integración de las altas cortes, es indispensable asegurar la responsabilidad de sus componentes, tanto más cuanto mayores sean las categorías y beneficios correspondientes al cargo, de manera que a quien ostente un grado superior y goce de estabilidad laboral debe exigírsele un cumplimiento más riguroso de sus deberes.
El nuevo nombre de la Comisión de Investigación y Acusación no garantiza la responsabilidad y el condigno correctivo para conductas ilegales, dado el origen político de la “Comisión de Aforados”. Las condiciones actuales, con el remedo de reforma, no dan lugar al optimismo, porque no se vislumbra voluntad política en las ramas del poder público para recuperar el sitio que le asigna la Carta Política a la Rama Judicial. Pareciera que el actual estado de cosas, en la medida en que beneficia a los altos estamentos del poder, es contrario a los intereses generales de la comunidad y, por esta razón, será necesaria una Asamblea Constituyente que consulte las necesidades de la mayoría para introducir los cambios necesarios.
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