Crítica Literaria
Una gran biografía de Octavio Paz
23 de Junio de 2015
Juan Gustavo Cobo Borda
En 651 páginas, Domínguez Michael (1962) ha logrado la más certera, amena y erudita biografía de Octavio Paz (1914-1998). Domínguez acompañó a Paz en la andadura de la revista Vuelta (1976-1998), fundada y dirigida por Paz, como reseñista y crítico literario, sobre todo de ficción, y conoció bien su entorno y en aquellos años de plenitud y vejez, tan dados a la remembranza, sus anécdotas de una vida fascinante.
Así que el libro se sustenta en la línea biográfica de Paz, cruzada por su matrimonio con la narradora y autora teatral Elena Garro y la hija que tuvieron, Laura Helena. Una relación compleja, dramática y al final fallida, donde no sabemos si quedarnos con el humor negro de Garro o condolernos de sus episodios sicóticos, encerrada en sus delirios contra Paz y rodeada por demasiados gatos. La otra trama argumental estaría centrada en los 25 años que Paz trabajó para el Estado mexicano como diplomático – París, Japón, Ginebra, la India- y la fabulosa red de conocidos y encuentros, por todo el mundo, que le dieron el don de la oportunidad, de tratar a los mejores: Antonio Machado y su madre vieja vestida de negro, en 1937, durante la Guerra Civil Española, donde también conoce a Cernuda. Luego, en 1948, ya en París, como diplomático, el trato con André Bréton y los surrealistas en un café de la plaza Blanche. Allí, en París, también conocerá a Cioran.
Luego de su regreso a México, y en torno a los 58 números de la revista Plural, que fundó y dirigió de 1971 a 1976, editaba 25.000 ejemplares, su conversión en una figura pública, participante en política, nacional e internacional, y reviviendo sus lazos con compañeros de juventud tan especiales y creativos como el novelista José Revueltas, el poeta Efraín Huerta o el pintor Juan Soriano.
Allí se multiplican las iniciativas culturales, trátese del grupo Poesía en voz alta, teatro para ser leído, con la pintora Leonora Carrington, hada de estirpe surrealista, como escenógrafa, o al buscar una transición meditada de una apertura del PRI, cuyo ciclo ya creía cumplido, medio siglo después.
A ello se suman muchos acontecimientos relevantes, como en 1968 la matanza de Tlatelolco, que llevará a Paz a su renuncia como Embajador de la India (donde recibió a Cortázar) y a verse ya en México, más tarde, quemada su efigie frente a la embajada de EE UU, al grito de “Reagan, rapaz, tu amigo es Octavio Paz”, a raíz de sus discrepancias con el sandinismo.
Pero la política, que lo tentó y sobre la cual reflexionó, en los dilemas de revolución convertida en dictadura, caso de Rusia y el gulag, lo impulsó a mirarse y revisarse, como fue la relectura que hizo de uno de sus libros claves El laberinto de la soledad (1950) visto a la luz de Posdata (1970) o la obra cumbre de su último periodo Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982) que, al igual que sus libros de poemas y los otros de ensayos leídos por Domínguez con tanta minuciosidad, acierto e información constituyen la columna central de esta biografía.
Es la obra la que nos ilumina la vida, sin jergas ni modas críticas, y así en sus poemas de 1975, Pasado en claro, y Vuelta, de 1976, vemos cómo Paz recobra sus orígenes (el caso de su padre, cercano a Emiliano Zapata, quien muere alcoholizado), la transformación de la esperanza militante en el esclarecimiento con que la poesía, al final, le abre los ojos, o a través del amor y el erotismo, luego de su segundo matrimonio en la India con Marie José Tramini, los cierra en el gratificante abandono de la entrega, que, como es habitual en Paz, se enriquece con su meditación sobre el tantrismo y ese libro final: La llama doble: amor y erotismo (1993). El legado de un poeta visionario que buscó conjugar los cuerpos y los astros, la caída en la historia con la redención de la poesía, desde los románticos alemanes hasta los frutos ya perdurables de este poeta, tan mexicano como universal, que nos legó Piedra de sol (1957).
En tal sentido, hay que destacar la generosidad combativa con que Paz defendía causas en las que creía, como la película Los olvidados, de Luis Buñuel; la pintura de Rufino Tamayo o su renovadora visión de la poesía mexicana, en la antología colectiva Poesía en movimiento (1966). Cuarenta libros por lo menos sobre Paz nos muestran su irradiación por todo el mundo acrecentada con el Nobel en 1990.
El gran retratista literario que fue Octavio Paz nos dejó semblanzas finas y agudas de sus maestros, como Xavier Villaurrutia, o incluso de sus amigos, luego enemigos, y, al final reconciliados, como Pablo Neruda, a quien reconoció su grandeza poética. Libro lleno de inferencias y ecos, el humor no solo se aplica a Paz, sino en forma aguda y risueña al propio Domínguez, biógrafo autobiografiado también. Un libro, sin duda alguna, magistral. Cumple con las tres razones permanentes para la lectura que enumeró T.S. Eliot en Notas para la definición de la cultura: “La adquisición del saber, el placer del arte y el goce de la diversión” (137).
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