ETC / Crítica Literaria
Tomas González, escritor sutil
02 de Mayo de 2014
Juan Gustavo Cobo Borda
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Tomas González tuvo el mejor trabajo para un aprendiz de escritor: barman en la discoteca El Goce Pagano que publicó su inicial novela: Primero estaba el mar, 1983.
Pero en el 2010 salió Abraham entre bandidos (Alfaguara), que confirma su madurez narrativa y afronta el tema más conflictivo de nuestra literatura con un enfoque personal.
Dos amigos, Abraham y Saúl, al llegar a la finca del primero ven cómo los espera una cuadrilla de 24 bandidos a las órdenes de uno llamado Pavor. Solo que Pavor, en la infancia, no era más que Enrique Medina, amigo de Abraham. Se los lleva a los dos para el monte, en un recorrido circular de unos diez días, donde no se entiende bien qué busca, pues tanto Abraham, mal negociante, como Saúl, enfermo por el juego, han perdido su plata. No son apetecibles secuestrados. En todo caso Pavor, al tomar aguardiente y jugar a las cartas con ellos, parece revivir viejos tiempos y bromear con su futuro en sus manos.
No dejará por ello de efectuar asaltos, huir del ejército, hacer patente la cruda animalidad de sus huestes, que bien pueden llamarse Tres Cuchillos o Piojo, el joven que vigila y cuida a los rehenes. Pero la prosa tranquila de González es capaz de conjugar el horror innombrable (cortar la lengua de enemigos, incendiar fincas) y señalar la preocupación de esos asesinos por escribirle a la madre y enviarle algunos pesos, ellos que son analfabetas pero saben sobrevivir a las peores calamidades y a la más enrevesada geografía.
La otra línea argumental de la novela se refiere a la gente que se ha quedado en el pueblo, donde la mujer de Abraham, Susana, y uno de sus muchos hijos, Vicente, que tiene síndrome de Down, viven la espera, entre el cuartel y la morgue, en busca de noticias. Se revive así la historia de ese numeroso clan familiar, sus amistades, el café que por treinta años les ha dado de qué vivir, con ese aguardiente que se bebe tanto en el almacén como en la casa, en la montaña o cuando hay que darse ánimo para un ataque o arreglar la tronchadura de un tobillo.
Todas las contradicciones asoman, un tal Vladimir que sugiere, con doble intención, que es el capitán Bejarano, infiltrado de la inteligencia del ejército, muestra las dualidades de esas luchas, donde como en el saludable enfoque de esta novela, no se la disimula con ropajes ideológicos, sino que permanece desnuda en el saqueo y el machismo de esos bandidos que se mantienen dentro de una estructura militar con sus jerarquías y órdenes. Pero ese “bandolero liberal que llamaban Siete Cueros o Pavor” (p.36) puede percibir, quizás, lo que aseveraba Abraham: “También había conservadores decentes, ¿o no?” (p. 41).
En todo caso, un baño colectivo en el río unirá a unos y otros, y confirmará una de las mayores virtudes de González: su talento incomparable para transmitir la fuerza de la naturaleza, en flores, frutos, ríos y atmosferas: “la percepción de los colores y la nitidez de las formas” (p.74). Y al hecho de que esos criminales entregados al saqueo muy poco podrán hacer en sus andanzas con un armario con espejo o “una máquina de coser”. Solo tiene en realidad su fusil, una danta capturada, y un grado, como aquel que obtuvo Piojo, llamándose “Sargento Flavio Alfonso Llanos Bustamante”. Beretta, Derringer y Madsen serán los nuevos emblemas del poder y la miseria corporal de diarreas y picaduras malignas, la cuota que deben sufragar estas víctimas, en medio de una cada vez más escuálida tropa.
En un país de tierra caliente “agotado y marchito”, como muy bien lo sintetiza Tomás González, esta obra resulta excepcional, que ficciones más recientes como La luz difícil (2011) y Temporal (2013) retoman, desde el sutil manejo que le ha dado a los dramas humanos. A veces individualista y casi solitario y en el caso de Abraham capaz de resucitar un problema colectivo en la marginalidad que suscita un proyecto sin mucho futuro pero capaz de desencadenar aún horror y demasiadas muertes, y, por qué no decirlo, altas cuotas de compasión.
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