Columnistas
Su majestad: la autonomía de la voluntad
17 de Noviembre de 2011
Néstor Humberto Martínez Neira Socio de Martínez Neira Abogados Consultores
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En estos tiempos en que el intervencionismo regulatorio del Estado es asfixiante y las corrientes iuspublicistas del Derecho atropellan los derechos particulares y la iniciativa privada, en nombre del Estado social de derecho, es francamente vivificante que la Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia haya llamado a la reflexión sobre el papel que la autonomía de la voluntad privada cumple en la vida de relación del ciudadano y los empresarios, en pleno siglo XXI.
Creíamos que el derecho privado estaba quedando para la historia, atado a las reformas decimonónicas promovidas por los Estados demoliberales. Porque es común entre los operadores jurídicos de hoy, en sede judicial o administrativa, caer en la tentación de restringir al máximo la potestad de las partes de auto-regular sus relaciones privadas de contenido patrimonial, haciendo del conjunto de normas meramente dispositivas que gobiernan los contratos una muralla de preceptos imperativos que inhiben al máximo la autonomía de la voluntad privada.
Quienes así piensan, siguen viendo en el ciudadano un menor de edad, un mentecato, que requiere de la permanente tutela del Estado. Para ellos, los contratantes no pueden desenvolverse individual y autónomamente, a riesgo de que comprometan irracionalmente sus derechos y su patrimonio. Son verdaderos incapaces. De allí que el Estado deba salir a su guarda permanente, mediante previsiones regulatorias que los intérpretes de estos tiempos no dudan en calificar imperativas, para hacer efectiva la integridad del orden social que ellos mismos definen como pretores, sin límites. Esto ocurre en todos los campos: en el derecho de los contratos, en el derecho bancario, en el derecho inmobiliario, en el derecho de seguros, en el derecho societario… En fin…
Majaderías, claro está. A partir de la cultura de la información, del conocimiento y de la democratización de la enseñanza, los empresarios y los consumidores son cada vez más hábiles e idóneos para adelantar sus tratativas y definir sus derechos de contenido económico, sin que en estos tiempos se imponga la intervención policiva del Estado en las distintas modalidades de contratación. Por eso nuestro Derecho escrito exalta la autonomía de la voluntad como fuente primigenia del orden civil y comercial, como lo prescriben los artículos 1602 del Código Civil y 4º del Código de Comercio (C. Co).
En memorable jurisprudencia del pasado 19 de octubre, con ponencia de William Namén Vargas y suscrita unánimemente, los magistrados que tutelan el derecho privado de la Nación han revitalizado el contrato como fuente de derechos y obligaciones y la capacidad de las partes para disponer de sus derechos individuales, cuando con ello no se compromete el interés general de la sociedad.
A propósito del famoso artículo 1324 del Código de Comercio sobre agencia mercantil, la Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia proclama las bases de un movimiento francamente revolucionario frente al status quo que buscan imponer religiosamente los vasallos del intervencionismo regulatorio. Lo hace a propósito de la famosa cesantía comercial, que por décadas la jurisprudencia y la doctrina consideró disposición imperativa y, por ende, inmutable e inalienable. En cambio, para la Corte de oro de nuestro días, ella constituye un mero derecho subjetivo de crédito y, por lo tanto, de libre disposición.
Y lo hace con valor, rectificando la jurisprudencia de los años ochenta sobre el carácter imperativo de la cesantía mercantil del artículo 1324 del C. Co., para señalar que este precepto es meramente “dispositivo”, de lo que concluye que están habilitadas “las partes en ejercicio legítimo de su libertad contractual o autonomía privada para disponer en contrario”, porque es estricto sensu un “derecho patrimonial surgido de una relación contractual de único interés para los contratantes que en nada compromete el orden público”.
Con este pretexto, la Corte no para allí. Y sin ambages afirma que la autonomía privada es expresión de la libertad, forma parte de los derechos fundamentales y se erige en soporte del sistema económico de la Constitución de 1991, que engendró el Estado social de derecho. Por ello reclama, en hora buena, que unos y otros estamos en el deber de reconocer que el orden constitucional vigente confiere al ciudadano iuris “un poder para engendrar el negocio jurídico”. Es una verdadera proclama, ¡por la libertad y por la democracia económica!
Su majestad, la autonomía de la voluntad privada, revive ahora con fuerza renovada. Un reto para jueces y funcionarios. ¡Loas a la Corte Suprema de Justicia!
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