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Actualizado hace 13 hours | ISSN: 2805-6396

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Et cetera / Doxa y Logos


Sobre el diálogo

25 de Noviembre de 2015

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Nicolás Parra

n.parra24@uniandes.edu.co / @nicolasparrah

 

El diálogo es una parte fundamental no solo de nuestra vida política, sino también de nuestra vida individual. Siempre estamos en diálogo con otros: con una persona, con un libro, con una obra de arte o con uno mismo. En este sentido, la experiencia no es otra cosa que un volcarse hacia fuera para dialogar con aquello que se topa en nuestro camino. Sin embargo, para que pueda existir el diálogo entendido como un encuentro con otros que habilita nuestra transformación individual, se requiere que asumamos una posición falibilista ante la vida. Esta posición demanda que asumamos sin condición alguna la idea de que incluso nuestras creencias más profundas pueden estar erradas; esta posición nos exige cambiar nuestro anhelo de certeza para comprender que lo humano se sumerge en el lodo de la contingencia. En pocas palabras, el diálogo implica renunciar a la certeza y asumir la equivocación como un modo de ser en el mundo que nos aleja del dogmatismo y nos revela el mundo en su desnuda complejidad.

 

Es cierto que la búsqueda de la certeza es un instinto profundamente humano: queremos ordenar el mundo con categorías que nos permiten orientarnos en él y queremos que esas categorías sean permanentes. El riesgo de ser transformado es algo que desafortunadamente nos aterroriza, queremos tener el mundo ordenado, nuestros esquemas prefijados y la convicción de que nuestras creencias son verdaderas aquí y allá, ahora y siempre. Pero la infabilidad nos conduce a la imposibilidad de dialogar con otros, y a la imposibilidad de tener cierta apertura y receptividad ante las creencias y las ideas de los otros, y principalmente ante el mundo.

 

Para Isaiah Berlin, uno de los grandes filósofos sobre la libertad, el dogmatismo y la idea de tener la verdad revelada han sido las responsables de la masacre de individuos, bien sea bajo la indumentaria de la revelación divina, de la mente de un pensador, o bien sea por los descubrimientos científicos. La razón es sencilla: si creemos que tenemos la verdad revelada o no albergamos la idea de que podemos estar errados, no existe la necesidad de dialogar con otros, sino de imponer nuestra visión del mundo a los demás. El diálogo exige humildad: la humildad de pensar la posibilidad de que no tenemos la razón.

 

Por ello, la creencia de que podemos estar equivocados es la condición sine qua non del diálogo y de cualquier encuentro con otro. La filosofía en su versión socrática nos enseña que en un verdadero diálogo estamos reconociendo nuestra vulnerabilidad, nuestra aceptación de tener creencias equivocadas y nuestra esperanza de que conjuntamente con otros podamos revisar y explorar otros caminos que pensábamos desatinados.

 

Desde Sócrates, pasando por filósofos como Cicerón, Karl Popper y Charles Peirce, se ha gestado un modo de ser en el mundo alejado de la obsesión por la verdad absoluta y por la certeza sobre las cosas y embebido, en cambio, en el diálogo como el medio por excelencia para conocer lo que nos rodea y conocernos a nosotros mismos. Para estos filósofos, el falibilismo, es decir, la creencia de que incluso nuestras creencias más firmes pueden estar erradas, es la condición esencial de cualquier diálogo.

 

Repensar la naturaleza del diálogo y las actitudes que debemos cultivar para llevar a cabo esta actividad es una necesidad ética en el mundo actual. Desafortunadamente, hoy nos concentramos más en debatir que en dialogar; nos centramos más en imponer nuestras creencias que tener una apertura hacia las de los demás. Creemos que el dogmatismo es un síntoma de solidez intelectual cuando en realidad se trata de una distorsión vital y ética que nos impide ser transformados por otras ideas, creencias y personas. Y todo esto tiene una causa común: no albergamos la posibilidad de que nuestras creencias pueden estar equivocadas.

 

Una democracia en la cual sus participantes no estén dispuestos a arriesgar sus convicciones y en la cual no participen en el debate público con la receptividad y apertura suficiente para poder ser transformados por los otros es una democracia cuyo fundamento vital está corroído, una democracia en la que la comprensión y búsqueda conjunta de lo que es justo y bueno para la sociedad está en otra parte.

 

La valentía que se requiere para emprender un diálogo consiste en renunciar a nuestras certezas y exponernos al encuentro (o choque) con otros, estando conscientes de que no somos ni seremos “los jueces de la certidumbre”. El diálogo es renunciar en cierta medida a nosotros mismos, para que, tal vez, sin saberlo ni esperarlo, nos encontremos y reconozcamos como en un espejo en los demás.

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