Opinión / Columnistas
Responsabilidad civil por productos defectuosos
15 de Diciembre de 2014
Gonzalo Sanín Posada Abogado y consultor |
En el momento que en materia de negocios internacionales vive nuestro país, caracterizado por una agresiva apertura al comercio global, no podría faltar la modernización de sus normas de responsabilidad civil por productos defectuosos.
Luego de una lenta evolución del tratamiento jurídico de esta clase de responsabilidad, con apoyo en principios y reglas originados en nuestra tradición del derecho europeo, refrescados por normas anacrónicas de protección a los consumidores, por fin contamos con un cuerpo legal robusto y coherente. La Ley 1480 del 2011 o Estatuto del Consumidor integra estos dos temas de una manera digna de elogio, colocando a nuestro país a la vanguardia de las tendencias mundiales.
En el campo de la responsabilidad civil por productos debe considerarse la débil posición a la que estaba expuesto cualquier adquiriente de mercancías importadas desde remotos lugares, con sistemas legales, medios de control y culturas empresariales muchas veces incipientes. Definir la distribución de los riesgos y responsabilidades a lo largo y ancho de la cadena de abastecimiento cierra las brechas legales y probatorias que hacían nugatorias las posibilidades de eventuales resarcimientos.
Desde la Constitución de 1991, Colombia ingresó al movimiento garantista de los derechos individuales. Previsiones como las de su artículo 78 en materia de control de calidad y protección a las minorías vulnerables y a los consumidores constituyen el soporte filosófico de las leyes a las que hacemos alusión y demuestran la ruptura del nuevo sistema jurídico con ancestrales principios de regulación de intereses privados en aras del bien común, representado en la colectividad de usuarios anónimos de bienes y servicios cada vez más producidos en masa. Este precepto es fulminante cuando dispone que… “Serán responsables… quienes en la producción y en comercialización de bienes y servicios, atenten contra la salud, la seguridad y el adecuado aprovisionamiento a consumidores y usuarios”. Y remata en este frente la Carta cuando aludiendo a las acciones populares y de clase, señala en el artículo 88: “Así mismo, –la ley– definirá los casos de responsabilidad civil objetiva por el daño inferido a los derechos e intereses colectivos”.
Claramente las sabias normas contenidas en nuestro derecho civil y comercial de los siglos XIX y XX, no por muy admirables que sean por su entonces probada capacidad para regular las obligaciones de los sujetos dedicados a los negocios privados, dejaron de ser apropiadas para un mundo que evolucionó de lo pastoril y agrícola a lo industrial y digital.
En punto de responsabilidad civil creíamos en el siglo pasado haber agotado su desarrollo cuando prescindíamos de la necesidad de la prueba de culpa en actividades peligrosas y se aceptaba en ciertas situaciones la inversión de la carga de la prueba, haciendo indispensable demostrar el hecho extraño para poder exonerarse de responsabilidad. Teorías basadas en la equidad social como la del riesgo creado constituyen sin vacilación alguna notables avances en la incesante búsqueda de una distribución de los riesgos justa, efectiva y equilibrada entre los agentes económicos.
No obstante, ya no podemos contentarnos con nada diferente a la adopción del principio que incorpora como propósito de la legislación a las víctimas, evitando dejarlas sin acceso a medios de restablecimiento. Como bien se ha anotado “el tema es el producto, no la conducta del productor”.
Este profundo cambio de enfoque implica el sacrificio de algunas sacrosantas instituciones, como las de la relatividad de los contratos, la distinción entre responsabilidades contractuales o no, o la culpa como fundamento de la responsabilidad. La llamada responsabilidad sin culpa u objetiva ya no genera rechazo general ni repugna con nuestras instituciones.
Evidentemente esta nueva realidad no deja de plantear preocupaciones en cuanto a la genuina capacidad de nuestros empresarios para afrontar tan altas exigencias. No debemos exagerar los deberes de diligencia y cuidado al punto de inhibir la creatividad y la innovación.
En una obra que publica este mes la Editorial Ibáñez, Carolina Zalamea recoge estas tendencias con método y precisión. Cada una recibe la indispensable sustentación y crítica. Como complemento nos aporta un detenido análisis de los seguros prevalecientes en el mundo para esta materia.
Sin duda se trata de una afortunada recopilación de las fuentes más relevantes y autorizadas en el orbe sobre la materia, con lo que constituye gran aporte a nuestra doctrina, facilitando el oficio de quienes aplican estas normas, bien sean jueces, abogados o aseguradores.
En el momento que en materia de negocios internacionales vive nuestro país, caracterizado por una agresiva apertura al comercio global, no podría faltar la modernización de sus normas de responsabilidad civil por productos defectuosos.
Luego de una lenta evolución del tratamiento jurídico de esta clase de responsabilidad, con apoyo en principios y reglas originados en nuestra tradición del derecho europeo, refrescados por normas anacrónicas de protección a los consumidores, por fin contamos con un cuerpo legal robusto y coherente. La Ley 1480 del 2011 o Estatuto del Consumidor integra estos dos temas de una manera digna de elogio, colocando a nuestro país a la vanguardia de las tendencias mundiales.
En el campo de la responsabilidad civil por productos debe considerarse la débil posición a la que estaba expuesto cualquier adquiriente de mercancías importadas desde remotos lugares, con sistemas legales, medios de control y culturas empresariales muchas veces incipientes. Definir la distribución de los riesgos y responsabilidades a lo largo y ancho de la cadena de abastecimiento cierra las brechas legales y probatorias que hacían nugatorias las posibilidades de eventuales resarcimientos.
Desde la Constitución de 1991, Colombia ingresó al movimiento garantista de los derechos individuales. Previsiones como las de su artículo 78 en materia de control de calidad y protección a las minorías vulnerables y a los consumidores constituyen el soporte filosófico de las leyes a las que hacemos alusión y demuestran la ruptura del nuevo sistema jurídico con ancestrales principios de regulación de intereses privados en aras del bien común, representado en la colectividad de usuarios anónimos de bienes y servicios cada vez más producidos en masa. Este precepto es fulminante cuando dispone que… “Serán responsables… quienes en la producción y en comercialización de bienes y servicios, atenten contra la salud, la seguridad y el adecuado aprovisionamiento a consumidores y usuarios”. Y remata en este frente la Carta cuando aludiendo a las acciones populares y de clase, señala en el artículo 88: “Así mismo, –la ley– definirá los casos de responsabilidad civil objetiva por el daño inferido a los derechos e intereses colectivos”.
Claramente las sabias normas contenidas en nuestro derecho civil y comercial de los siglos XIX y XX, no por muy admirables que sean por su entonces probada capacidad para regular las obligaciones de los sujetos dedicados a los negocios privados, dejaron de ser apropiadas para un mundo que evolucionó de lo pastoril y agrícola a lo industrial y digital.
En punto de responsabilidad civil creíamos en el siglo pasado haber agotado su desarrollo cuando prescindíamos de la necesidad de la prueba de culpa en actividades peligrosas y se aceptaba en ciertas situaciones la inversión de la carga de la prueba, haciendo indispensable demostrar el hecho extraño para poder exonerarse de responsabilidad. Teorías basadas en la equidad social como la del riesgo creado constituyen sin vacilación alguna notables avances en la incesante búsqueda de una distribución de los riesgos justa, efectiva y equilibrada entre los agentes económicos.
No obstante, ya no podemos contentarnos con nada diferente a la adopción del principio que incorpora como propósito de la legislación a las víctimas, evitando dejarlas sin acceso a medios de restablecimiento. Como bien se ha anotado “el tema es el producto, no la conducta del productor”.
Este profundo cambio de enfoque implica el sacrificio de algunas sacrosantas instituciones, como las de la relatividad de los contratos, la distinción entre responsabilidades contractuales o no, o la culpa como fundamento de la responsabilidad. La llamada responsabilidad sin culpa u objetiva ya no genera rechazo general ni repugna con nuestras instituciones.
Evidentemente esta nueva realidad no deja de plantear preocupaciones en cuanto a la genuina capacidad de nuestros empresarios para afrontar tan altas exigencias. No debemos exagerar los deberes de diligencia y cuidado al punto de inhibir la creatividad y la innovación.
En una obra que publica este mes la Editorial Ibáñez, Carolina Zalamea recoge estas tendencias con método y precisión. Cada una recibe la indispensable sustentación y crítica. Como complemento nos aporta un detenido análisis de los seguros prevalecientes en el mundo para esta materia.
Sin duda se trata de una afortunada recopilación de las fuentes más relevantes y autorizadas en el orbe sobre la materia, con lo que constituye gran aporte a nuestra doctrina, facilitando el oficio de quienes aplican estas normas, bien sean jueces, abogados o aseguradores.
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