Opinión / Columnistas
Religión y política: un choque de mentalidades
29 de Enero de 2015
Nicolás Parra Asociado de Gamboa & Acevedo Abogados, profesor de la Universidad de los Andes y miembro del Instituto Libertad y Progreso, ILP
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Es paradójico que la Constitución Política de 1991, un pacto que instaura un nuevo orden político que se proclama a sí mismo como “secular” y que promueve la libertad de cultos y el derecho constitucional de profesar y difundir la religión tanto de manera individual como colectiva invoque en su preámbulo la protección de Dios. Esta paradoja surge de un pensamiento colectivo que se manifiesta en Colombia actualmente y que oscila, por un lado, entre una tendencia a invocar lo divino en el diseño institucional o promulgar la fe en el ejercicio del servicio público y, por otro, una tendencia que pretende evitar que el Estado promueva un credo particular y limite la libertad de cultos afectando, con ello, la igualdad de los mismos.
Esta contradicción que se encuentra en el seno de nuestra Carta Política y en lo más profundo de nuestras actitudes colectivas no es otra cosa que un “choque de mentalidades”, como lo ha señalado el filósofo pragmatista norteamericano Richard Bernstein. Este choque de mentalidades es la nueva lucha que se presenta en el siglo XXI, una lucha ya no entre naciones, sino entre aproximaciones radicalmente distintas al mundo. Una lucha entre aquellos dogmáticos que creen que existen morales absolutas, certezas irrefutables, verdades que deben ser aprehendidas y profesadas universalmente, y aquellos falibilistas que creen que incluso sus creencias más arraigas pueden ser erróneas, aquellos que, en palabras de Bernstein, “se abstienen de buscar la certeza absoluta”.
Este choque de mentalidades está debilitando las instituciones democráticas. Los dogmáticos que se escudan en una idea trascedente o sagrada aducen que no tienen el deber de traducir en razones seculares sus opiniones o simplemente se abstienen de hacerlo, porque estas se escudan en la religión y en una visión de mundo que resuelve a priori algunos debates sobre temas que han estado en el centro del debate jurídico-político en Colombia, como el aborto o la adopción de parejas del mismo sexo.
Y este es precisamente el primer problema que trae consigo el choque de mentalidades: la imposibilidad de encontrar un lenguaje común en el espacio de dar y recibir razones, de tal suerte que estas puedan ser debatidas sobre una lógica común y no se aluda a la “voluntad divina” o a la escrituras para cerrar el debate democrático sobre estos temas. Un Estado secular es aquel que obliga a sus ciudadanos, como el término secular lo indica, a ir al mundo, a dar razones que pasen por el tamiz de la razón y puedan ser evaluadas por su coherencia lógica y su razonabilidad y no sean simplemente aceptadas por la autoridad que les subyace. Una actitud religiosa-institucional en el ámbito público nos lleva, en cambio, a imponer una moral que no puede ser cuestionada porque su ímpetu no es un punto de partida de incertidumbre y una examinación constante de los supuestos morales, sino una certidumbre que excluye cualquier examinación de sus supuestos: “esto está mal porque así lo quiso Dios o porque así lo dicen las escrituras”.
Es posible que imponer el deber de traducir las razones religiosas a las razones seculares sea imponerle a los religiosos una carga desmesurada: como si la religión fuera una idea más, un abrigo que pueda dejarse a la entrada del ámbito público y no aquella idea nuclear que define, en muchos casos, la identidad de la persona y su aproximación al mundo. Incluso algunos defensores de la inclusión de las razones religiosas en el debate democrático argumentan que los seculares tienen “la sospecha de la denominación de origen”, esto es, que el grado de aceptación de un argumento depende del origen del mismo: si es la razón, su aceptación será mayor; si es Dios o la revelación, su aceptación será casi nula(1).
Sin embargo, lo que sí no es desmesurado es imponer el deber ya no de traducción, sino de apertura, de suspender no las fuentes religiosas de los argumentos, sino la proyección de la deliberación democrática: entrar al ámbito público con la posibilidad de ser movido por las razones de otros, con la posibilidad de ser transformado por otros. El choque de mentalidades que se vive actualmente y cuyo exponente más reciente es el asesinato de los periodistas de Charlie Hebdo muestra un problema fundamental en la relación entre política y religión.
No se trata de proclamar la protección de Dios, como nuestra Constitución lo sugiere, ni de imponer los moldes occidentales e ilustrados a los religiosos que quieran hacer valer sus razones religiosas en el ámbito público, se trata de pensar el Estado y a nosotros mismos desde una posibilidad humana: aquella de poder ser transformados por otros en esa esfera de lo público, cambiando nuestras creencias más nucleares al encuentro con ellos. Sin esa apertura, será imposible concebir un Estado secular en el que lo sagrado sea, como dice Todorov, “determinada libertad del individuo: su derecho a practicar (o no) la religión que prefiera, a criticar las instituciones y a buscar por sí mismo la verdad”(2). La reconfiguración del choque de mentalidades actual es mostrar que lo sagrado no está ausente de las sociedades seculares. La vida es sagrada es un lema que demuestra una manera de conciliar la religión y la política.
1. Garzón, Iván Darío, Deliberación democrática y razones religiosas: objeciones y desafíos. Revista Co-herencia. Vol. 9 Nº 16. Enero-junio 2012. Pág. 89.
2. Todorov, Tzvetan. El espíritu de la Ilustración. Madrid. Galaxia Gutenberg. Pág. 70
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