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Actualizado hace 10 hours | ISSN: 2805-6396

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Columnistas


Reforma a la justicia: ¿todos perdemos?

13 de Junio de 2012

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Jorge Humberto Botero

Jorge Humberto Botero

Abogado y exministro de Comercio, Industria y Turismo

 

 

 

Escribo el 27 de mayo con base en el texto de la reforma a la justicia que ha sido aprobado en sexto debate por el Senado. La posibilidad de que, en lo que falta del trámite, la iniciativa tenga cambios de fondo o, inclusive, que se hunda, es mínima. Para entender cómo llegamos a esta encrucijada hay que tener en cuenta el contexto político en el que la reforma inició su curso.

 

Al tomar posesión del cargo, el presidente Santos afirmó que era urgente superar la aguda pugnacidad que se había gestado entre la cúpula judicial y el gobierno saliente. Por eso dijo que la reforma que había venido preparando durante la campaña sería consensuada con la cúpula judicial.

 

Esta promesa era imposible de cumplir, entre otras razones porque implicaba dejar vivo el Consejo de la Judicatura, organismo cuestionado por la ineficacia de su Sala Administrativa y la ostensible politización de su Sala Disciplinaria. El denominado “carrusel de las pensiones”, ocurrido en una de sus salas, generó el consenso necesario para abolirlo. 

 

Lo que hemos observado a lo largo de los debates es que la Corte Suprema y el Consejo de Estado (la Constitucional, que habría de juzgar la reforma, se ha declarado, con razón, impedida) están dispuestos a que se dicte la partida de defunción del Consejo de la Judicatura y han logrado, además, un conjunto de medidas que les benefician. Menciono las de mayor jerarquía:

 

a) la extensión del periodo de los magistrados de las altas cortes a doce años y el incremento de la edad de retiro, previsiones ambas que se aplicarían a quienes hoy ejercen los respectivos cargos; b) el incremento sustancial de las asignaciones presupuestales para la justicia; c) el restablecimiento de la cooptación para la elección de los magistrados de las altas cortes; d) el llamado “ante juicio político”, requisito previo para iniciar procesos a integrantes de la alta magistratura por la comisión de ciertos delitos.

 

Durante los últimos años, el número de congresistas que ha terminado en la cárcel, por supuestos o reales vínculos con grupos armados ilegales, o perdido su investidura, fundamentalmente por fenómenos de corrupción, ha alcanzado cifras muy elevadas. La lista de procesos en curso no tiende a disminuir, circunstancia que, como es comprensible, preocupa a los congresistas. No sorprende, entonces, que la reforma contenga un amplio catálogo de medidas de protección. Menciono las principales:

 

a) No sería posible iniciar procesos por la supuesta comisión de un delito relacionado con sus funciones a los altos funcionarios del Estado, incluidos los congresistas, sin el dictamen de una “Comisión de Aforados” designada por el Congreso; b) en el evento de que la Cámara acuse y el Senado acoja la acusación, tanto la investigación como el juzgamiento tendrían dos instancias en la Corte Suprema; c) Los principales aforados no podrían ser privados de la libertad sino en avanzadas fases del proceso, salvo que sean sorprendidos en flagrancia; d) se reducirían notablemente las causales para la pérdida de investidura de los parlamentarios.

 

En agudo contraste con las ganancias obtenidas por las altas cortes y el Congreso, las principales iniciativas del Gobierno no han sido acogidas. La principal de ellas es la reforma de la tutela, encaminada a evitar su utilización para dilatar los procesos, restablecer los principios de especialidad funcional de los jueces y hacer cesar el conflicto potencial, aunque, en ocasiones, muy real, entre las altas cortes.

 

Tampoco tuvo éxito la adopción de un sistema simple y de bajo costo para el juzgamiento de aforados que, no obstante, garantizaba la separación de las etapas de instrucción y juicio, y el principio de doble instancia para este último. También fracasó en su propuesta de sustituir la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura por un sistema que no implicaba la creación de nuevos tribunales.

 

Recordemos, por último, que el estamento militar, con el beneplácito del Gobierno, había logrado la inclusión de normas –discutibles, por cierto– para resolver la llamada “guerra jurídica”, las cuales fueron desechadas a mitad de camino. Y que el viejo anhelo de la sociedad civil de tener una mejor institucionalidad para el manejo de los recursos de la justicia no ha sido atendido.

 

De lo anterior se desprende que, hasta el momento en que escribo, resultan ganadores la cúpula judicial y el Congreso. Los perdedores son el Gobierno, los militares y la sociedad civil. Lamentablemente, cabe otra interpretación: perdemos todos los colombianos que detestamos, de manera creciente, los privilegios que se conceden los políticos a sí mismos; y que no podremos contar, como consecuencia de la reforma, con un servicio judicial más accesible, más expedito y de mejor calidad.

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