Tribuna libre
Reforma judicial: independencia orgánica
12 de Febrero de 2014
Jaime Castro |
El Plebiscito de 1957 despolitizó la Rama Judicial. Le concedió autonomía e independencia frente al Gobierno y al Congreso. Lo hizo cuando dispuso que “los magistrados de la Corte Suprema y los consejeros de Estado permanecerán en sus cargos mientras observen buena conducta” y que “las vacantes serán llamadas por la respectiva corporación”. Con otras palabras, el texto citado permitió que dichos magistrados permanecieran en sus cargos hasta que llegaran a la edad del retiro forzoso y adoptó la llamada cooptación.
Antes de 1957 los magistrados de la Corte y el Consejo eran elegidos por las cámaras legislativas, para periodos de 5 y 4 años, de ternas que elaboraba el Presidente de la República. Esa forma de colaboración entre las cúpulas del Poder Público estableció una especie de cordón umbilical entre el Gobierno, el Congreso y las cortes que politizó (partidizó) la administración de justicia. Para terminar con esa relación pecaminosa, el Plebiscito le dio a la Rama Judicial la independencia orgánica que requería: la integración de sus altas cortes, y a partir de ahí la del resto del aparato judicial, no estaría en manos del Gobierno y del Congreso, es decir de los partidos políticos.
A la fórmula plebiscitaria, con el paso del tiempo, se le hicieron dos reparos: no convenía que los magistrados fueran vitalicios en sus cargos, porque se reducían las oportunidades que deberían tener los nuevos juristas de llegar a las altas cortes, y tampoco era bueno que los magistrados ejerciesen poder extra-judicial que les permitiera elegir a quienes debían reemplazarlos.
Esos dos inconvenientes, reales o exagerados, eran solucionables estableciendo que las designaciones se hiciesen para periodos fijos (6 a 8 años) y disponiendo que la cooptación respetase en un porcentaje de sus designaciones las normas de carrera judicial y las reglas de la meritocracia.
En vez de esos cambios fáciles y hasta elementales, la Constituyente del 91, sin proponérselo, pero por descuido o inadvertencia, terminó la independencia orgánica de la Rama Judicial, pues volvió a establecer una inconveniente relación del poder político con el poder judicial. Dispuso, en efecto, que el Congreso, de ternas que elabora el Presidente de la República, elija una de las salas del Consejo Superior de la Judicatura y que esta envíe a la Corte Suprema y al Consejo de Estado las listas de los candidatos para la elección de quienes llenen las vacantes que en esas altas cortes se produzcan.
La relación Gobierno, Congreso, cortes, aunque algo mediatizada, volvió a tomar cuerpo. También dispuso la Carta del 91, con las mejores intenciones, que los contralores departamentales y distritales o municipales fuesen elegidos por las respectivas asambleas o concejos de ternas elaboradas por los correspondientes tribunales superiores y de lo contencioso administrativo. Así se estableció, a nivel territorial, un parecido mini-cordón umbilical al que antes se citó.
Las mencionadas decisiones de la Constituyente del 91 han politizado, en mayor o menor grado, la administración de justicia, tema del que cada día se habla más, pero del que no se identifican las situaciones institucionales que lo facilitan y hasta promueven. Esa politización explica, en alguna medida, lo que ha ocurrido con el Consejo Superior de la Judicatura. Inclusive, el tiempo que toma llenar una vacante en las altas cortes y los cientos de votaciones que se deben realizar para proveerlas.
Llama la atención que se hacen toda clase de propuestas sobre la cada día más necesaria reforma judicial, pero ninguna de ellas trata la conveniencia de su despolitización, cuando es necesario decirle a los actores políticos: ¡manos fuera de la justicia!
Opina, Comenta