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Actualizado hace 5 hours | ISSN: 2805-6396

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Columnistas


Reforma de la justicia

15 de Febrero de 2011

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Jorge Humberto Botero

Jorge Humberto Botero

Abogado y ex Ministro de Comercio, Industria y Turismo

 

 

 

De muy diversa índole son los problemas que afectan a la administración de justicia. Algunos de ellos tienen que ver con la estructura del sistema definida en la Constitución; otros provienen de la inadecuada regulación de los procesos judiciales; varios, de la formación de los jueces; mientras que, por último, algunos derivan de la insuficiente utilización de las tecnologías informáticas a la gerencia del sistema, los despachos y los procesos judiciales.

 

Para afrontar las falencias del primer tipo, el Gobierno actual ha divulgado un proyecto de reforma constitucional de la justicia, en cuyo diseño participaron las altas cortes. No obstante, en pos de un consenso de mayor envergadura, decidió postergar su presentación ante el Congreso para marzo de este año. Prudente actitud. Aunque el Gobierno, que tiene entre manos una excelente iniciativa y altos índices de respaldo a su gestión, no debería vacilar si ese propósito no se materializa, como es posible que suceda. Veamos:

 

El denominado “choque de trenes” –la revocatoria de las sentencias de unas cortes por otras– ha sido fuente de fricciones e inestabilidad que requieren solución. La propuesta gubernamental consiste en que las acciones de tutela contra providencias de la Corte Suprema y el Consejo de Estado sean decididas por la Sala Plena de la corporación correspondiente. La Corte Constitucional podría, también mediante sentencias de la Sala Plena, revisar esos fallos, a fin de garantizar la coherencia en la interpretación de la Carta. Conveniente también resulta que las acciones de tutela contra providencias judiciales solo puedan instaurarse con el patrocinio de un abogado y ante el superior jerárquico. Disponerlo así no restringe de manera injustificada el acceso a la justicia y ayuda a restablecer un orden mínimo en la actividad judicial.

 

Sin embargo, la tutela tiene otro tipo de problemas que es necesario afrontar por medio de leyes. Doy dos ejemplos. Uno, los fallos de tutela interpuestos contra decisiones de autoridades de rango constitucional dotadas de competencia en todo el territorio. Resulta bochornoso que jueces de bajo rango puedan, como ha sucedido, dejar sin vigencia determinaciones del Procurador o el Contralor. Las acciones de tutela contra sus pronunciamientos deberían tramitarse ante un organismo judicial superior, el Consejo de Estado o, directamente, la Corte Constitucional. Y dos, la libertad de que hoy gozan los ciudadanos para escoger el juez al que dirigen su petición; esta regla no existe en ningún otro ámbito de la actividad judicial y es una de las causas más frecuentes de corrupción y congestión de los despachos judiciales. En esta materia, deberían aplicarse las reglas generales de competencia en razón de la materia, la cuantía y el territorio que contempla la legislación procesal ordinaria.

 

Colombia, que en 1910 fue uno de los primeros países del mundo en establecer el control directo de constitucionalidad de las leyes, permite que cualquier ciudadano y, en cualquier tiempo, pueda desafiar por la vía judicial su conformidad con la Constitución. Casi en ningún país del mundo se concede un grado tan amplio de libertad. Por supuesto, no se trata de dar marcha atrás, pero sí de reducir la incertidumbre jurídica que crea, en unos casos, la posibilidad de que las leyes no resistan el examen ante la Corte y, en otros, los efectos en el tiempo de sus decisiones. Por eso tiene sentido la propuesta de que las leyes de mayor trascendencia social, como las relativas a impuestos y asuntos criminales, tengan un control previo y automático de constitucionalidad abierto a la participación ciudadana. Es también razonable que se prohíba a la Corte dictar fallos retroactivos, por su efecto perturbador sobre la estabilidad del sistema jurídico, aunque hay que reconocer que ellos han sido de rara ocurrencia.

 

Los países que hacen parte de la cultura occidental construyeron sus sistemas jurídicos sobre la plataforma del derecho romano. No obstante, de esa matriz compartida emanaron reglas distintas para definir las fuentes formales del Derecho. En Inglaterra, y, por extensión, en los demás países anglosajones, las normas de derecho provienen de las decisiones judiciales que crean precedentes obligatorios. En Europa continental, y, como consecuencia de la huella cultural de la metrópoli, en América Latina, se transitó en una dirección diferente: la principal fuente normativa es el derecho legislado, en tanto que la jurisprudencia es, apenas, criterio auxiliar de la actividad judicial, como lo dispone la Constitución, artículo 230.

 

Marchando en contravía de una larga tradición, pero siguiendo en esta materia el pensamiento de la Corte Constitucional, la propuesta del Gobierno defiere a la ley la definición de “los casos en que la jurisprudencia tendrá fuerza vinculante para todas las autoridades judiciales y administrativas”. No tengo una opinión definitiva al respecto. Por ahora, expreso una preocupación: la Corte Constitucional, a mi juicio sin respaldo en la Constitución, ha dictado sentencias de tutela de alcance general; los dos ejemplos más notables tienen que ver con la atención de población desplazada y el acceso a la seguridad social en salud. 

 

Pues bien: la conversión de los precedentes judiciales en obligatorios, combinada con la posibilidad de tutelas de alcance general, puede convertirse en un golpe demoledor contra el Congreso y el Gobierno; en el futuro las leyes y reglamentos, en ocasiones que pueden ser numerosas, provendrían de sentencias judiciales. No creo que ello sea compatible con la democracia representativa ni que le convenga al país.

 

Ya corto de espacio hago alusión a la abolición del Consejo Superior de la Judicatura, un organismo politizado e ineficaz, tanto en el ejercicio de la función disciplinaria de jueces y abogados como en la administración de la justicia.

 

Desplazada hacia otras instancias la primera de estas responsabilidades, es posible perfilar un nuevo ente –el Consejo Superior Judicial–, para hacerlo responsable de la urgente tarea de proveer una mejor administración judicial. Me parece estupendo que la “Sala de Gobierno” del organismo propuesto pueda “regular los trámites judiciales y administrativos que se adelanten en los despachos judiciales en los aspectos no previstos por el legislador”. Si entiendo bien, hay aquí una propuesta revolucionaria: excluir del ámbito legal la normativa procesal en todo aquello que no tenga que ver con la fisonomía de los procesos y las garantías procesales.

 

Conviene, por último, que ordene a este Consejo “regular el empleo de tecnologías de la información en el servicio judicial con efectos procesales”. El rezago que existe en esta materia es enorme.

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