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Actualizado hace 8 minutes | ISSN: 2805-6396

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Curiosidades Y…


Química y vida

10 de Agosto de 2011

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 Antonio Vélez

Antonio Vélez

 

 

 

 

Todo aquello que nos rodea es hijo de la química. En cada rincón de la Tierra, cada fracción de segundo que pasa es testigo de un amplio conjunto de procesos químicos. Más aún, en cada uno de los millones de células que conforman los organismos multicelulares se están realizando permanentemente miríadas de reacciones complejas. Porque cada célula viva es un diminuto laboratorio en el cual ocurren las reacciones más complicadas que el hombre pueda concebir. Se producen nanogramos, pero los compuestos elaborados son de tal complejidad, que el hombre moderno, disponiendo de sofisticados laboratorios, no ha podido aún sintetizar la mayoría de ellos.

 

La vida está erigida sobre el ADN, la molécula más importante que la química ha podido construir sobre la Tierra. En unas pocas billonésimas de sustancia se ha podido programar, merced al milagro de las combinaciones químicas, y usando un simple código cuaternario, un ser vivo de la complejidad del hombre, con todos sus innumerables detalles. En unas pocas billonésimas de materia se han podido acomodar los planos estructurales y funcionales de un ser humano, problema de miniaturización que nos deja atónitos.

 

El mismo hecho de vivir no es más que una de las múltiples manifestaciones de la química. Tomamos elementos del exterior, los modificamos y convertimos en carne propia. Con ellos también maquillamos nuestros organismos y reponemos el desgaste que nos deja el duro oficio de vivir; con ellos reparamos los daños causados por los inevitables accidentes; con ellos construimos nueva vida, copias parecidas a nosotros. Gracias a la química nos movemos, percibimos, sentimos, pensamos, nos comunicamos con el resto del mundo. Y nos alimentamos, pues todo lo que consumimos es también el resultado final de elaborados procesos fisicoquímicos.

 

Nuestros deseos, dolores y emociones no son más que manifestaciones sensibles de la química. Más aún, los fantasmas de nuestros sueños, la conciencia y el alma son meros subproductos de la magia de la química. Basta que un accidente perturbe las reacciones químicas del cerebro para que nuestro Yo, tan convencido de su eternidad, deje de existir, o se suma en un sueño profundo y nos convierta en vegetales, anclados a un sitio, ausentes del tiempo y su transcurrir. El alma desaparece, o se oculta muy bien.

 

Y si alteramos la delicada química cerebral, de inmediato se transforma la realidad. Por medio de las drogas alucinógenas inventamos realidades fugaces. Unos microgramos de serotonina en exceso o defecto, o una alteración insignificante de la dopamina en las brechas sinápticas son suficientes para distorsionar por completo la realidad percibida, para transformar en forma significativa nuestra personalidad o para convertirnos en locos de atar. La diferencia entre razón y locura, entre tristeza y felicidad, entre llanto y risa, en el fondo no son más que la expresión sensible de una minúscula alteración de la química de nuestras neuronas.

 

Con toda razón Konrad Lorenz decía, al observar lo que les ocurre a muchas personas después de un accidente cerebral, que el alma, a la que consideramos inmortal, es, al fin de cuentas, mucho más mortal que el cuerpo. Para confirmarlo, nada mejor que observar el deterioro de quienes sufren la enfermedad de Alzheimer. A medida que se van formando placas amiloides en el tejido nervioso, este se va descomponiendo y, a la vez, al Yo se va desvertebrando con sádica lentitud, dejando en el olvido jirones del pasado, para quedar a la postre desconectados de la realidad; troncos viejos, sin razón ni conciencia, vegetando al amparo de parientes y amigos. Vivos por las malas, gracias al empeño de las tenaces reacciones químicas de las células de los tejidos, programadas para obedecer ciegamente las instrucciones genéticas de supervivencia.

 

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