Curiosidades y…
Pequeñeces de los grandes
13 de Julio de 2011
Antonio Vélez
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Nadie es perfecto, dicen. Una manera de comprobarlo es mirar a los grandes personajes de la historia, con lupa, y siempre se les encontrará, como a todos los humanos, multitud de debilidades y flaquezas humillantes.
Tomás de Aquino, el importante teólogo, santo doctor de la Iglesia, era tan disciplinado en sus profundos estudios y escritos, como inmensamente glotón. A pesar de su santidad, el pecado de la gula lo superó y, de paso, le causó problemas de sobrepeso. El santo glotón. Pero lo que más le incomodaba de su gordura era la dificultad para celebrar la misa, pues, además de tener los brazos muy cortos, su voluminosa barriga le impedía acercarse al altar y tomar la hostia. Tenía dos alternativas: ser moderado en el comer, como es deber de los santos, o recortarle al altar un semicírculo para acomodar en él su vergonzosa panza. Optó por llamar al carpintero.
Erasmus Darwin, abuelo de Charles Darwin, era otro que disfrutaba en grado sumo de los placeres de la mesa, hasta un punto tal que fue necesario cortarle también un semicírculo a su mesa de comedor para acomodar la panza y para que desde su silla pudiese alcanzar las apetitosas fuentes con alimentos. Para ser más gordo, pero más feliz.
Newton, una de las mayores inteligencias que ha dado la raza humana, malgastó 25 años de su vida en la alquimia, y, claro, solo produjo basura. El notable escritor Johann Wolgang von Goethe tuvo fama de sabio; sin embargo, se opuso a la utilización del microscopio alegando que no era correcto intentar ver con el ojo desnudo lo que la recatada naturaleza había diseñado para no ser visto, sus pequeñeces. Y Alfred Russell Wallace, codescubridor de la teoría de la evolución, dedicó el final de su vida a comunicarse con los muertos, sin éxito, claro.
El matemático George Cantor, inmortal por sus descubrimientos sobre el infinito, se opuso a la teoría darwiniana de la evolución. Destaquemos que un genial colega suyo, Henri Poincaré, calificó los descubrimientos de Cantor sobre el infinito de “enfermedad”. Otro de los pecados mortales de Cantor fue su defensa de la teoría de Bacon sobre las obras de Shakespeare. Fueron estas tan apreciadas durante el siglo XIX, que Bacon postuló que habían sido escritas por un aristócrata, quien prefirió permanecer toda su vida en el anonimato. Olvidó lo obvio: que la mayoría de las obras importantes han surgido de personajes de clase media, y pocas, muy pocas, de la aristocracia.
Freud aseguraba que el vómito de las embarazadas se debía al odio por el marido y el deseo inconsciente de abortar el feto. Hoy se sabe que es un recurso para evitar ciertas toxinas, dañinas para el feto. Kurt Gödel, el lógico más grande desde Aristóteles, poseía rasgos de irracionalidad que sorprenden. Se interesó en los médiums, y en vida defendió la creencia en fantasmas, telepatía y otros fenómenos imposibles. Benjamin Franklin, inventor del pararrayos y de las lentes bifocales, creía en la transmigración de las almas. Augusto Comte ridiculizó el descubrimiento de Neptuno, como “un descubrimiento, el cual, aun suponiéndolo genuino, no puede tener verdadero interés salvo para los habitantes de Urano”.
Un mago convenció a Edison de que la telepatía era una realidad indiscutible. Entusiasmado y crédulo, trató, con bobinas aplicadas sobre el cuero cabelludo, de amplificar la actividad eléctrica del cerebro para leer el pensamiento, un proyecto que, aun con la tecnología actual, parece imposible. Nikola Tesla, otro inventor genial, gastó parte de su fortuna en proyectos ingenuos, como el de comunicarse con los extraterrestres. Aseguraba haber establecido contacto con los marcianos. El solo invento del motor de corriente alterna es suficiente para perdonarle sus tonterías. La genialidad, definitivamente, no nos vacuna contra las idioteces.
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