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Otra vez, nuestras cárceles

03 de Febrero de 2014

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Francisco Bernate Ochoa

Coordinador del Área de Derecho Penal de la Universidad del Rosario

Twitter: @fbernate

 

Desde hace ya unos buenos años la discusión sobre la situación carcelaria en Colombia se ha vuelto absolutamente pendular. Pasamos de solicitar que se abran las puertas de las prisiones ante el horrendo hacinamiento, a implorar por que se llenen de inocentes y condenados por cualquier tipo de suceso, grave o no.

 

Fácil resulta responsabilizar al sistema penal acusatorio, pero esto no es más que una visión superficial, es confundir la enfermedad con las sábanas. El problema es mucho más de fondo, y podemos intentar con el sistema penal que queramos, el acusatorio, el mixto, el francés, el holandés, el uruguayo, el sueco, el que se quiera, pero el problema es mucho más profundo de lo que se cree y, personalmente, no le veo solución a la vista.

 

A mi juicio, son nuestros legisladores quienes han de asumir toda la responsabilidad por esta hecatombe, y que no se rasguen las vestiduras al afirmar la inexistencia de una verdadera política criminal respetuosa de los derechos humanos, como si los principales responsables de la misma no fueran ellos.

 

Fue nuestro Congreso quien modificó de manera irreflexiva un sistema procesal arraigado en la conciencia jurídica colombiana, siempre en aras de la modernidad. Un sistema procesal cuyo funcionamiento adecuado dependía de la aplicación de los mecanismos de negociación y acuerdos, de manera que la inmensa mayoría de casos no se resolviese en la etapa de juicio. Un Congreso de la República que sancionó de manera irresponsable la Ley 890, mediante la cual, de un solo plumazo, sin estudio sobre impacto fiscal y de derechos humanos, se incrementaban hasta puntos insospechados las penas de nuestro Código Penal.

 

Fueron nuestros congresistas quienes ávidos de votos sancionaron el Código de la Infancia y la Adolescencia, el cual incrementaba las penas para los delitos contra menores de edad y negaba cualquier beneficio a quien hubiere cometido este tipo de conductas, con lo que se congestionó nuestra justicia y cientos de personas ingresaron a las cárceles por hechos, como no, graves, pero que, de conformidad con el sistema procesal vigente, tendrían que tener otro tipo de soluciones.

 

Fueron estos mismos congresistas quienes aprobaron leyes como la de seguridad ciudadana, y el terrible estatuto anticorrupción, las cuales aumentaban las penas y negaban la procedencia de cualquier “beneficio” penal, con lo que la única solución era el encarcelamiento efectivo tanto del condenado, como del procesado. Como si estar privado de la libertad en el lugar de su domicilio fuese un beneficio. Como si la privación de la libertad pudiese graduarse entre menos o más grave. No, cualquier privación de la libertad, cualquiera, es igual de grave.

 

Fueron nuestros legisladores quienes aumentaron los eventos en los que procede la detención preventiva, permitiendo que las víctimas solicitaran la detención de quien se presume inocente, lo cual no dejó de ser en Colombia un mero enunciado retórico sin aplicación práctica alguna. Así como justificamos las masacres cometidas en el pasado bajo el argumento “por algo habrá sido”, sin ninguna vergüenza o recato moral vemos cómo abogados graduados de quién sabe qué facultades de derecho solicitan en audiencia pública el encerramiento de personas bajo el terrible argumento del ejemplo social.

 

Se ha expedido una reforma al sistema penitenciario que es en realidad una reforma coyuntural, que ha terminado con lo poquito que de coherente le quedaba a nuestra legislación. A hoy, es difícil saber lo que está vigente y lo que no, y nuestra política criminal se encuentra una vez más en ese terrible péndulo en el que, al mejor estilo de la carrera décima en Bogotá, al ver al carterero gritamos “cójalo, dele duro” y luego, cuando llega la autoridad le reclamamos “suéltelo, pobrecito”.

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