Crítica Literaria
Notas ligeras y algo más
22 de Septiembre de 2011
Juan Gustavo Cobo Borda
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Las notas ligeras colombianas (Aguilar, 2011), con selección y prólogo de Mary Luz Vallejo y Daniel Samper, concilian, en su mayoría, la nostalgia con la crítica. Nostalgia por los tiempos idos, costumbres abolidas, modas diferentes; y críticas ásperas hacia una modernidad que todo lo arrasa y todo lo pone en cuestión.
Ángela Álvarez (1976) aún no se repone del día del Amor y la Amistad cuando le regalaron una “lámpara peluda rosada”. Laura Restrepo (1950), por su parte, tiembla al recordar una estatua de García Márquez hecha en estropajo y exhibida en Unicentro. Pero la adorable cursilería que lleva a Héctor Rojas Herazo (1921) a exaltar a Agustín Lara, y su “voz menesterosa”, tiene un reverso de precisión sociológica cuando Héctor Rincón, al hablar de los nuevos “gustos” que la mafia impuso en Colombia, describe su expresión más detonante en “las mafiosas, que eran las esposas de los mafiosos, llevaban uñas de oro, y tacones puntilla y se cubrían el tobillo derecho con un hilo grueso de dieciocho quilates. Los traqueticos montaban en motos marinas a todo ruido y corría por la calle el chiste de la carta que enviaban en diciembre preguntándole Niño Dios que querés que te traiga” (p. 376).
Cómo ha cambiado Colombia, si comparamos esta desafiante insolencia con la carta al Niño Dios del niño que pintó Enrique Caballero Escobar (1910) y que apenas si implora una ropita cualquiera “porque papá es muy pobre y no le alcanza lo que gana para vestirnos” (p. 321).
No son muchos años, pero el vuelco ha sido radical. En el idioma mismo. En los instrumentos para comunicarnos. En la obsolescencia programada de inventos geniales en su momento y que ahora son piezas de anticuario. Los enumera Álvaro Burgos (1945) así: “Ahora, cuando el fax está pasando al rincón de los aparatos viejos, como los radios Telefunken, las radiolas Philips y las lavadoras Westinghouse, ya no se escucha la cachaca pregunta: ¿Cuál es tu correo electrónico? sino ¿Te puedo accesar por e-mail?” (p. 344).
Oficios que desaparecen, como el de tipógrafo, y expresiones que se cuelan como las que Eduardo Arias (1958) registró. “Tipear, accesar, implementar, forguardiar”, no borran el sentido global de estas notas leves, donde se alían mirada sorpresiva, humor y poesía, con lo que Álvaro Cepeda Samudio (1926) llamó muy bien “la trascendencia de las cosas insignificantes” (p. 252) o como lo expresó a su vez Blanco Isaza (1898): “El insospechado mundo de lo pequeño” (p. 197). En tal sentido, el que resulta genial en su humor juvenil era Germán Arciniegas (1900), quien no sólo destacó el papel del automóvil como “uno de los pasos más serios que se han dado en el camino de la democracia” (p. 138), sino que reivindicó el papel capital que en la cultura representó la máquina de afeitar Gillete. Si la máquina de escribir y el avión cambian las costumbres, la cuchilla Gillete modifica el rostro del hombre. Tal es el sentido de estas páginas, en donde un izquierdista racional como Enrique Santos Calderón termina por admirar (y elogiar) Disneylandia, y un aristócrata escéptico, como José Umaña Bernal, nos ofrece el primer mandamiento a partir de su máquina de escribir “Royal” de 1930: “Decir no; revolucionario entre los reaccionarios; y reaccionario entre los revolucionarios” (p. 249).
Crónica, entonces, de costumbres y mentalidades de José Asunción Silva (1865-1896) en adelante, donde podemos quejarnos, ya en 1921, con el dr. Mirabel (1886), de quienes bautizan a sus hijos e hijas con extranjerizantes nombres, como Christian o William, o quizás Dolly o Kety, y subrayar en nuestra historia de la cultura la fecha decisiva de 1936 cuando una joven, con su sombrerito de moda, que la hace parecer un jockey, decidió hacerse lustrar “sus lindos zapatitos de glasé en la plaza de las Nieves” (p.134), incitando a un policía tonto a llevarla a la cárcel, tal como narra la simpática Emilia Pardo Umaña (1907-1961).
Muchas de las notas nos traen memoria de eventos ya tradicionales, como el Carnaval de Barranquilla, visto por Ramón Vinyes en 1949, o la Vuelta a Colombia en bicicleta. Un didáctico y bien informado prólogo nos trae recuerdos imborrables de figuras como Machado de Assis, Azorin y Mark Twain y nos sitúan estos más de 70 autores en un marco universal de referencias. Pero es el placer mismo, de tantos textos arrancados del olvido, lo que hace tan vital y valioso este libro de textos breves, pero no por ello menos reflexivos y punzantes. Con humor inteligente y no pocas veces dolor, donde conviven lo efímero y lo perdurable en sabias dosis.
Varias erratas hacen reír, contagiadas de la gracia de los textos. En la página 211, Don Ramón Vinyes nace en Berga (España) en 1882 y murió en Barcelona en 1852. Primera expresión del realismo mágico: morir antes de nacer.
La sorpresa de Pedro Gómez Valderrama, en la página 281, al ver su El retablo del maese Pedro, convertido en El establo del Maese Pedro debió ser mayúscula.
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