Cultura y derecho
Nietzsche, desde el balcón
18 de Enero de 2013
José Arizala |
Nietzsche ha vivido mucho tiempo, quizá unos 2.000 años, por lo menos esta es su realidad y su esperanza. Su realidad, porque vivió el mundo de su tiempo con una fuerza intensa, salida de lo profundo y de lo único, de lo que yace en la pasión y en el deseo, que se manifiesta como el cielo en tempestad, como las aguas tormentosas. Esperanza, porque anhelaba ser testigo del tiempo infinito, el que siempre regresa a su base para continuar su camino. Ese camino interminable que abarca la historia de la humanidad doliente y alegre, a la vez.
Nietzsche es un pasajero que goza en el dolor del futuro y en la felicidad de lo eterno. De esa felicidad que surge de la tragedia que nos alimenta siempre.
El problema que nos han dejado los grandes filósofos –y Nietzsche lo era– es saber de verdad qué dijeron los filósofos, cuál fue el mensaje de sus palabras –a menudo enigmáticas– la verdad verdadera de sus silencios o de las sugerencias. Padeció el dolor, en los breves años de sus lecciones en la cátedra, en la enfermedad y la locura, en el viento frío de las altas montañas que le mostraron el deslumbramiento de la naturaleza y el fuego del pensamiento, que lo hicieron pensar lo impensable, el grito, el duro choque de las contradicciones, hasta el punto de revelarnos el eterno retorno de lo mismo; mejor, de ese instante inexistente, porque es parte de la eternidad.
De esa eternidad inhumana que ignora la existencia de Dios y por consiguiente del cielo y del infierno. Capaz de desenmascarar la fábula platónica, el falso mundo “verdadero”, donde lo único real es la sombra de las ideas y la herida que nos lleva a la nada, pero no la de la muerte, sino de la alegría de la vida que impulsa el júbilo y el goce.
Carlos Fuentes, pocos días antes de morir, se encontró con Nietzsche en la altura del balcón donde entabló un diálogo literario y confuso, solo alumbrado con la luz del medio día.
Resulta obvio que el inicio de la conversación entre dos desconocidos sea vago, extraño, sin dirección, buscando un punto de encuentro que permita empatar un pensamiento común. Son diferentes, pero debe existir algo que los acerque, algo sagrado: la amistad, el más antiguo y noble de los sentimientos, por encima de la pasión y del amor; quiénes somos, qué buscamos entre nosotros. Es sin duda el problema de la relación mutua que no ha llegado todavía, pero que puede conducir al rebaño, a seguirnos los unos a los otros, pero también, la atracción, en fin, el diálogo.
Así se abre la perspectiva del encuentro.
Estamos ante una obra difícil de encontrar su rostro, de descifrar lo solitario, la inquietud que envuelve al ser humano. ¿Fuentes es capaz de interrogar a Federico Nietzsche? ¿Qué simboliza el balcón? ¿Es la apertura hacia la vida?
¿Es el espacio abierto, donde penetra la luz, la alegría del pensar? ¿O solo el dolor de lo trágico de la existencia?
Nietzsche ha producido algunas de las ideas más poderosas de la filosofía moderna y contemporánea, como las del eterno retorno de lo mismo, la voluntad de poder, el superhombre, la transvaloración de los valores, la muerte de Dios, el nihilismo europeo, la metafísica como la historia del ser. Son tan fuertes y complicadas que, desde luego, no pueden expresarse en una novela como la que intentó escribir Carlos Fuentes (Alfaguara, Bogotá, 2012).
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