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Actualizado hace 2 hours | ISSN: 2805-6396

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Cultura y Derecho


Mi maestro, mi amigo

03 de Agosto de 2016

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Nota:
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Andrés Mejía Vergnaud

andresmejiav@gmail.com

@AndresMejiaV

 

Una tarde de agosto del 2009, cuando recibí las primeras copias de mi libro El destino trágico de Venezuela, escribí en uno de ellos estos versos de Miguel Hernández, a manera de dedicatoria:

 

Si hay hombres que contienen un alma sin fronteras, / una esparcida frente de mundiales cabellos, / cubierta de horizontes, barcos y cordilleras, / con arena y con nieve, tú eres uno de aquellos.

 

Ese hombre de alma sin fronteras, ese corazón universal a quien dedicaba yo ese humilde logro, era mi maestro y ya para entonces mi gran amigo Tito Livio Caldas.

 

¿Cómo no dedicar a él ese pequeño escrito? No solo había sido su idea que yo emprendiera ese trabajo: viví también meses de intensa alegría conversando con Tito Livio sobre la historia y los dramas de Venezuela, país al que conocía muy profundamente. Veníamos además de un extraordinario momento, el de haber publicado su recopilación de ensayos y memorias (Experiencias y reflexiones de vida), y el de haber sacado adelante aquel proyecto suyo que dio voz a quienes no creemos en divinidades: el Manual de ateología.

 

Conocí a Tito Livio Caldas una mañana de noviembre del año 2001. Por ese entonces yo vivía en Cali, y había organizado allí una pequeña iniciativa personal de estudio y promoción de las ideas liberales. Publicábamos un pequeño periódico. Conocedor del interés de Tito Livio en esas ideas, le envié alguna vez un ejemplar. Ese mismo día sonó mi teléfono: al otro lado de la línea estaba este hombre entusiasta y joven como nadie lo ha sido (pese a que ya en ese entonces tenía 79 años). Iniciamos así una estrecha relación de trabajo, que mutó luego hacia una amistad, y que terminó configurando una relación de maestro y discípulo; de compañeros de aventuras; de conversaciones matutinas en los cafés de Bogotá; de la historia, la política y la literatura; de columnas, escritos, conferencias; y sobre todo de anhelos: anhelos de ayudar a nuestra sociedad a superar sus trabas heredadas, los obstáculos arcaicos que hacen difícil su evolución.

 

Tito Livio Caldas creía en el ser humano. Por ello creía en la eliminación de las barreras que impiden que pueda desarrollar plenamente sus facultades y entregar a la sociedad el producto de ese desarrollo.

 

Quiso ayudar a Colombia a evolucionar hacia esa modernidad que en tantos aspectos le ha sido esquiva: repudiaba aquellas instituciones que ponen cargas innecesarias a la sociedad. Por ejemplo, no entendía cómo, en pleno siglo de la tecnología, el país tenía que soportar la anacrónica institución notarial, símbolo como ninguna otra de la incapacidad de Colombia para sacudirse de sus lastres coloniales.

 

Y como creía en el ser humano, quiso contribuir al derribamiento de las trabas que impiden la plena realización de su voluntad libre: fue así como defendió en época temprana los derechos de las parejas no casadas; promovió el derecho humano a buscar la felicidad sexual y de pareja, y defendió así los derechos de las personas LGBTI. Defendió a la población afrocolombiana, cuya discriminación le hacía sufrir, al punto de que instauró la acción afirmativa en algunas de sus empresas (creo que nunca lo vi tan feliz como el día que ganó Barack Obama).

 

No en todas sus ideas coincidíamos, cosa que él entendía y celebraba. Por ejemplo: Tito Livio creía que la instauración en Colombia (y en general en los países latinoamericanos) de un régimen parlamentario permitiría superar casi todos sus problemas políticos. Yo suscribí esa tesis durante algunos años, y aun cuando todavía reconozco la superioridad teórica de dicho sistema, ya no creo tanto en las virtudes de su implantación entre nosotros (si es que ello fuese incluso posible).

 

Esos ocasionales desacuerdos nunca fueron obstáculo para disfrutar de su amistad. Para disfrutar de aquellas largas tardes en las que contaba, por ejemplo, sus años en el comunismo; su devoción por García Márquez; su amor por Argentina, por su historia y su literatura; y su interés por el estudio de la evolución y de la conducta animal (creía que la lectura de Darwin era indispensable para el pensador social, cosa que es un rotundo acierto).

 

Tito Livio se despidió de la misma manera en que vivió. Se despidió en un ejercicio soberano y digno de la razón humana, en la que siempre creyó, y cuyo desarrollo quiso ayudar a incentivar. 

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