Verbo y Gracia
Mi maestro
16 de Mayo de 2014
Fernando Ávila feravila@cable.net.co |
Aunque tengo una especialización en creación literaria y otra de redacción periodística considero que mi gran maestro en asuntos de escritura fue Gabriel García Márquez. Me hubiera gustado ir a la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños; al posgrado de El País, de Madrid, o a la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, en Cartagena, donde fue profesor, pero nunca tuve esa oportunidad. En cambio, sí leí toda su obra, y mucho de lo que se ha escrito sobre él y sobre ella (su obra), y lo he ido sistematizando para ilustrar con sus palabras mis clases, artículos y libros.
Lo fui descubriendo poco a poco. Lo primero que leí de él fue La hojarasca, por exigencia de alguno de mis profesores de español en el colegio. Capté el ambiente luctuoso y triste que transmitía el texto y percibí la poesía de las frases, pero no entendí del todo el argumento ni memoricé detalles de la historia. Más adelante combiné el agua de mis estudios de lógica aristotélica con el aceite de Los funerales de la mamá grande y la historia de Eréndira, hasta que en l976 caí rendido ante La mala hora, transmitida por la televisión.
A partir de entonces alimenté mi fanatismo por el autor cataqueño. Me puse al día en sus obras, comenzando por Cien años de soledad, que leí en San Andrés, sintiendo el mundo caribe simultáneamente dentro y fuera de las páginas de la gran novela. Y a partir de ahí, estuve atento a cada película, producción televisiva, columna de prensa o nuevo libro que llevara la firma de Gabriel García Márquez.
A la vez que me dejaba permear por su obra, convencido de que tal ejercicio era como inyectar en mi espíritu estructuras subliminales y recursos expresivos, alimentaba y ayudaba a alimentar esa otra novela, esa leyenda urbana, que era la figura del escritor. Más que Francisco el Hombre, Aureliano, José Arcadio, Florentino Ariza, Juvenal Urbino, el náufrago Velasco, el patriarca, Santiago Nasar o Juan Sáyago, el personaje de ese mundo macondiano que iba quedando en la memoria colectiva del mundo era un novelesco Gabito, o Gabo, creado en buena parte por el propio Gabriel García Márquez.
Quién si no él “tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las manos de arpista y los ojos alegres». Quién si no él se expresaba con «la dicción y la cadencia de un caribe crudo». Piedad Bonett aventura que el patriarca de El otoño es él mismo. Su colega del boom Carlos Fuentes alimenta el mito, al contarnos que un rayo de luz iluminó el automóvil en que se iba de vacaciones, lo hizo regresar a ciudad de México, y lo obligó al encierro de Cien años de soledad. Después de ese ayuno familiar vino la gloria, el aplauso argentino, la ovación española, el Nobel mundial.
El periodista arruinado en París, su novela amarrada con una corbata amarilla, el puñetazo de Vargas Llosa, la fotografía del pistero, el exilio en tiempos del M-19, su inquebrantable amistad con Fidel Castro, el papel de portero de cine al lado de Monsiváis y Rulfo, sus partituras para triángulo y orquesta, la lluvia de vallenatos y mariposas amarillas en Estocolmo, son escenas de ese libreto virtual que él y todos nosotros fuimos creando paralelo a las historias de América Vicuña, Ángela Vicario, Remedios la Bella o Delgadina.
El maestro dio lecciones concretas de escritura, composición, ortografía y estilo. Recomendó evitar los adverbios terminados en -mente, que son fáciles y feos; enseñó a adjetivar con solo un calificativo al final de la enumeración que cerrara de golpe la descripción; develó su truco de hipnotizar al lector con secuencias formadas por palabras a veces innecesarias para la idea pero indispensables para el ritmo; mostró la diferencia entre contar y mostrar, creando imágenes inolvidables; tituló con sensibilidad de poeta y estrategia de mercaderista. Además, dignificó el oficio.
¡Gracias, maestro!
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