ETC / Reflexiones
Mermelada para todos
14 de Marzo de 2014
Jorge Orlando Melo |
Durante los últimos 30 años Colombia trató varias veces de cambiar un sistema político que no parecía satisfactorio. Las propuestas de reforma hechas desde 1982 terminaron, por canales inesperados, en la Constitución de 1991. Muchos creímos que al fin teníamos un Estado respetuoso de los derechos de todos y una nación democrática.
Los resultados han sido contradictorios. La violencia disminuyó, pero no mucho: de 1991 a hoy ha habido 500.000 homicidios, más que en los 25 años anteriores. La guerrilla y la droga siguen, y la corrupción parece mayor. Pero ha crecido la economía, hay más bienestar y una proporción menor de gente en la miseria, aunque la desigualdad no haya disminuido. La descentralización mejoró algunas administraciones locales, pero ayudó a que creciera la corrupción en buena parte del país.
La población parece ver el sistema como una maquinaria en la que los políticos, pagados por todos, se hacen elegir haciendo favores, legales o ilegales, con la plata de los ciudadanos, comprando votos, ayudando a amigos que les dan dinero para hacer las campañas y robando lo que pueden. Como entre el Frente Nacional y la Constituyente de 1991 destruyeron los partidos viejos, estos se convirtieron en alianzas de grupos locales, financiados con peculados y delitos, que logran elegir por consenso unos funcionarios nacionales relativamente limpios (para evitar la crisis total del sistema) pero dispuestos a tolerar unas justas proporciones de corrupción entre los que los apoyan.
El desencanto de la población es visible, y una señal reciente es la popularidad de la idea de votar en blanco, como un mensaje de repudio a los políticos.
Sin embargo, nada hace pensar que el orden político vaya a colapsar. Una razón es que en este sistema basado en favores ha participado gran parte de la población. La constitución de 1991 y el clientelismo han promovido que los electores esperen que el Estado atienda muchas de sus necesidades. Ha crecido el paternalismo oficial y los votantes cuestionan la mermelada para los políticos pero piden que el gobierno atienda no solo lo que en casi todas partes, por equidad, asume el estado (educación básica, seguridad, salud) sino que se espera que subsidie servicios, pensiones, cultura y deporte, casas y gasolina. Esto no es el resultado de proyectos políticos decididos por los ciudadanos, sino de un clientelismo general, reforzado por decisiones judiciales, que aumentan la ilusión de que son derechos o concesiones que no cuestan y no algo que los mismos ciudadanos pagan.
Este anhelo de atención paternal, este sueño de que los demás paguen mientras uno se resiste a los impuestos y quiere vivir en la euforia del consumo es tal que los grupos que surgen en contra de los vicios de los viejos partidos terminan rápidamente igual de clientelistas. Los que no lo hacen, los que siguen creyendo que no todo está permitido, pierden el apoyo de los electores, tanto de los que se dejan seducir por los favores como los que protestan contra ellos.
Por eso, no importa lo que digan las campañas de repudio a la corrupción y el clientelismo, pues muchos de los que las apoyan también esperan favores, becas y tamales. Y por eso ni la abstención ni el voto en blanco darán un mensaje claro. El sistema seguirá funcionando como hasta ahora, sin transformaciones de fondo. Y si algún día cambia, será por modificaciones graduales e impredecibles, producidas por la educación o la cultura y otras razones igualmente incontrolables.
Resignémonos, que no hay mucho que hacer. Y los que sientan que hay que salir de esto, no tienen más salida que votar, con la mejor información pero sin grandes ilusiones, por los que perciban como impecables, y combatir el tono pedigüeño y paternalista de una sociedad que quiere mermelada para todos.
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