Crítica Literaria
María Castilla: primera novela
02 de Junio de 2011
Juan Gustavo Cobo Borda
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He aquí una bella novela, escrita con apasionada intensidad. Su autora, María Castilla, nacida en Bogotá en 1975, asume todos los fetiches de la cultura juvenil contemporánea - un libro de Alejandra Pizarnik, un cuadro de Rothko, las errancias parisinas de Julio Cortázar- y los inserta en la Bogotá de nuestros días: el Teatro Embajador, la Torre Colpatria.
El hilo son los amores de la narradora, Sofía, y un arquitecto, Eduardo, que resulta opacado por la fuerza verbal de quien escribe y, en definitiva, le narra a él, el ausente, la frenética historia que vivieron. Encuentros mágicos y acumulación de talismanes, que ya no alcanzan a sostener esa relación, arruinada en la errancia del mundo actual. Eduardo se va a África, a un proyecto de una ONG medico-humanitaria, para saberse finalmente sin rumbo. Sofía, en Bogotá, encuentra otro calor y otro cuerpo, llamado Francisco, pero el desesperado reencuentro de Sofía y Eduardo, en Madrid y Barcelona, desfonda los equívocos no reconocidos.
“¿Te debía fidelidad? ¿Nos la debíamos? Creo que no me equivoco si afirmo que cada uno de nosotros la habría esperado del otro sin ofrecer la propia ¡Qué ganas teníamos de estar vivos!, ¿no te parece? Adictos a eso que hemos descubierto juntos, ¿cómo no querer averiguar cuántas formas, cuántos sabores, cuántas variedades podía tener el amor?” (p. 99).
Eduardo lo palpa en el cuerpo de la española Clara, que en África le canta canciones de Chavela Vargas. Sofía, a su vez, en el Parque Tayrona, desnudándose frente al mar. Pero lo revelador de este libro es cómo Sofía crece, se agudiza, se mira por dentro, y mide, frase a frase, el desgaste inexorable de la memoria. “¿Cual es, por si acaso, la fecha de vencimiento de los recuerdos? En cada relato, en este relato, habita el deseo de aminorar ese avance perseverante del olvido” (p. 55).
Luego de un sorprendente encuentro sexual con una mujer en una playa de Barcelona, la primera parte del libro se cierra con un ritual consentido de adiós: ambos, Sofía y Eduardo, saben que su dicha ha terminado y que las incompatibilidades crecen cada hora. Sofía más consciente de sí, de su belleza, de no querer sentirse débil, discierna la inmadurez del hombre. Su promiscuidad sin mucho sentido. Ahora solo le restará “sobrellevar una pena de amor, ese cliché por excelencia” (p. 115). Aquí se sitúa otro de los meritos de la novela: el humor que corta y libera. La cursilería que se mantiene como un pacto consentido, entre dos cómplices que aún no terminan por cortar los hilos. De regreso a Bogotá, a buscar trabajo, la heroína arrastrará el fardo de las ropas dejadas por Eduardo, y las depositará en La Rebeca. Un buen lugar para donar y deshacerse de esa vida, que entre el barrio La Soledad y el Parque de los Periodistas fue el laberinto mágico de su amor único.
La segunda parte, a partir de la página 135, y ambientada en Bogotá, acumula demasiados encuentros y padece el paso del tiempo. Ya el encanto se va disipando. Trabajará como utilera en un teatro, tendrá encuentros en un bar, donde alcohol y nostalgia pretenden teñir de nuevo la sangre, y vivirá el comienzo de otra novela, con el señor Abandroht, un hombre mayor que la contrata para leerle viejas cartas en alemán, incluido un gastronómico y deleitable regocijo oral. Por ellas, se enterará Abandroht de que su padre fue un nazi de la SS llegado a Barranquilla. Pero esta segunda novela no termina por cuajar y Sofía, de regreso a Europa, donde había estado a los 16 años, comprende que estaba “harta del mundo” (p. 226), la había alcanzado “la ola monstruosa de la tristeza” (p. 236), y solo le queda “la versión pálida de algo que fue intenso” (p. 244). Sin tener idea de quién diablos era “ni qué era en definitiva lo que yo quería”, al herir a unos y usar otros. Resta la certidumbre de una Bogotá, que por horrible, se vuelve maravillosa. La droga del amor, gracias a la escritura que salva, modifica y prolonga, hará que esta primera novela de María Castilla, Como los perros, felices sin motivo (Bogotá, Seix Barral, 2011), encierre algo muy vívido y felizmente preservado en la vertiginosa prosa con que seduce y atrapa.
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