Crítica literaria
Marco Palacios y las violencias públicas
05 de Abril de 2013
Juan Gustavo Cobo Borda |
La historia bien puede comenzar hace más de 40 años cuando “grupos de campesinos dispersos, pobres, aislados que, bajo banderas comunistas, luchaban por reiniciar sus vidas agrícolas, truncadas en la Violencia” (p. 183) iniciaron sus marchas. Allí convivían los liberales del sur del Tolima con los conservadores de Marquetalia, en un periodo hasta 1966, en el que la cifra de muertos asciende a 180.000. Marco Palacios (Bogotá, 1944), profesor de El Colegio de México y de la Universidad de Los Andes busca una “síntesis interpretativa” de esas Violencias públicas en Colombia, 1958-2010 (Fondo de Cultura Económica, 2012) y para ello retoma algunos de los hitos analíticos más destacados, como sería el libro ya clásico de Guzmán, Fals y Umaña (1963) La violencia en Colombia, donde monseñor Guzmán, párroco en el Líbano (Tolima) en la época más álgida de la violencia, y sus colaboradores proponen el concepto de “revolución social frustrada”, en el que odio, venganza, intimidación, robo y homicidio eran formas de coerción para promover una cierta idea sectaria de país que siempre oscilaba entre la “legitimidad y la violencia”, en la formación aún inconclusa de un “Estado-nación”.
Pero más que la violencia en sí, lo que Palacios estudia es el conflicto social en un exhaustivo recuento de estadísticas, revistas y diarios y una amplísima bibliografía que, revisada, nos sorprende por el alud de libros publicados sobre Colombia, sobre todo en EE UU. Porque como sintetiza Palacios: “Aparte del café, las esmeraldas, los claveles o la cocaína, Colombia es conocida por el conflicto armado” (p. 17).
Su brillante análisis pulveriza muchos estereotipos. Uno de ellos es cómo la Violencia sí coincidió “con los años de optimismo febril en la modernización social y cultural” (p. 46). Porque los remanentes arcaicos, de origen colonial, siguen actuando (latifundio, clientelismo, colonizaciones interiores y contrabando) y determinan muchas de las actuaciones contemporáneas que Palacios con sagacidad enmarca en horizontes internacionales.
La Guerra Fría, en primer lugar, donde el Frente Nacional ve surgir ante sí la revolución cubana y busca, con la orientación siempre perceptible de EE UU, desarrollar la Alianza para el Progreso promoviendo el desarrollo capitalista, la movilidad social y, ojalá, la democracia política.
Esa Guerra Fría que Cuba trajo al hemisferio y que iniciada con el fin de la Segunda Guerra Mundial (1945) llegaría hasta el colapso del imperio soviético en 1991.
En dicho periodo se daría la fundación en Cuba del Ejército de Liberación Nacional (ELN) debido a una reunión convocada por el Che Guevara el 11 de noviembre de 1962 a la cual asistiría Fabio Vásquez. Pero el sueño de una “Sierra Maestra en los Andes” se vino abajo. Divisiones, escisiones y facciones que terminaron por mostrar cómo la vida en los campamentos guerrilleros concluía en “un pantano de sospechas, paranoias, deserciones reales o supuestas, juicios sumarios y tragedias sentimentales, siempre acosados por la precariedad de recursos” (p. 83).
En la década de 1970 surge el sector minero: petróleo, carbón y níquel, y aumenta la exportación de otros productos como el banano y las flores. Solo que en 1985, y en apenas 10 años, Colombia ocupa el primer puesto mundial en la producción y exportación de cocaína (p. 102).
Dos enemigos internos, entonces: guerrillas de izquierda, combatidas por el Ejército. Carteles de la droga, contra la Policía que se enfrentaba a un ignorado desafío. Y las FARC que crecen o se repliegan, pero nunca dejan de estar presentes. Entre tanto, en una sociedad individualista, “relativamente cerrada y mezquina” (p. 11) dos consignas se fundían en una: sálvese quien pueda y enriquézcase lo más pronto, no importa el precio. El cartel de Pablo Escobar desde Medellín, por ejemplo, adelantaba tres guerras simultáneas: contra el Estado, por la no extradición; contra las FARC, por la conquista de territorio y poder local, y contra sus competidores del cartel de Cali. Se eliminan los capos, surgen nuevos y “cerca del 90 % de la cocaína que en 2012 llega al consumidor final estadounidense es colombiana” (p. 166).
Surgirá también otro actor fundamental, proveniente del clientelismo latifundista: el paramilitarismo que ensombrecería aún más las pugnas y matanzas en la imagen de un volumen, pletórico de personajes e incidente, de guerras antidrogas que se vuelven guerras narco-terroristas, y que da la sensación final de que la rueda del tiempo gira sobre sí misma y vuelve a los tiempos de El Carnero de Rodríguez Freyle y el Leviatán de Hobbes como punto de partida, para ahogarnos de nuevo en el cortoplacismo de lo que Palacios llama “la paz cuatrienal”, distinta e igual según cada nueva elección presidencial. Un libro notable, bien pensado y mejor escrito, que se convertirá en una referencia ineludible para comprendernos mejor y no olvidar lo que ha sido este más de medio siglo de violencia pública en Colombia.
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