Opinión / Columnistas
¡Manos fuera de la justicia!
15 de Abril de 2015
Jaime Castro Exministro y exalcalde de Bogotá |
López Michelsen logró que el Congreso convocara la llamada pequeña constituyente para que hiciera las reformas judicial y territorial que la Nación esperaba. Desde entonces era evidente que por los intereses, principalmente políticos, de un buen número de senadores y representantes, las cámaras no expedirían las reformas que de verdad se requerían. Como el Acto Legislativo 2 de 1974 fue declarado inexequible, la reforma judicial quedó aplazada.
El Acto Legislativo 1 de 1979 (gobierno Turbay) creó el Consejo Superior de la Judicatura, la Fiscalía General y la Sala Constitucional de la Corte Suprema. Su vigencia fue corta, porque fue declarado inexequible en 1981. El gobierno de Betancur intentó revivir, con reformas, el acto legislativo del 79, pero el Congreso apenas aprobó en seis de los ocho debates exigidos la propuesta oficial.
La Constituyente del 91 creó la Corte Constitucional, la Fiscalía y el Consejo Superior de la Judicatura. Infortunadamente eliminó la independencia orgánica de la Rama Judicial frente al Gobierno y al Congreso que había establecido el Plebiscito de 1957, cuando dispuso que los magistrados de la Corte Suprema y el Consejo de Estado, entonces únicas altas cortes “permanecerán en sus cargos mientras observen buena conducta y no hayan llegado a la edad de retiro forzoso”, y que esos mismos magistrados llenarían las vacantes que se presentaran en sus corporaciones (cooptación). Esas dos normas fueron cambiadas para disponer que el Gobierno y el Congreso, directa o indirectamente, intervengan en la designación de las altas cortes y, por esa vía, en la de todos los tribunales y juzgados del país. Estableció así perturbador cordón umbilical entre el poder político y el judicial. Además, otorgó a magistrados y a la Fiscalía el ejercicio de funciones políticas y administrativas: nombrar el Registrador Nacional; intervenir en el del Procurador, el Contralor General y los contralores territoriales; manejar frondosa planta de personal (cerca de 60.000 empleados), y ejecutar cuantioso presupuesto (siete billones este año).
Durante algún tiempo las nuevas instituciones funcionaron aceptablemente, no dieron lugar a reparos mayores, ni mostraron desajustes que aconsejaran su modificación. Pero con el paso del tiempo se deterioraron y perdieron respeto y credibilidad hasta llegar a extremos que hoy alarman. Las situaciones denunciadas obedecen, sobre todo, a la injerencia de conocidas instancias políticas en las diferentes manifestaciones de la actividad judicial, lo cual condujo a que la política contaminara la justicia y le transmitiera su alto déficit de legitimidad.
Manos fuera de la justicia tiene que decirle el país al Congreso, al Gobierno y a los partidos. La Rama Judicial tiene que ser autónoma e independiente, lo cual no quiere decir que deba ejercer funciones administrativas, burocráticas o presupuestales, aunque se refieran a su propia organización y funcionamiento. Conviene igualmente responder una pregunta obvia: ¿quién debe tramitar y aprobar la gran reforma judicial que necesitamos? Debería ser el Congreso, pero por circunstancias y antecedentes conocidos está inhabilitado de hecho. Recuérdese lo que ocurrió con el proyecto que debió ser archivado ante airado y justificado rechazo ciudadano. En su reemplazo aparecen la constituyente y el referendo, pero una y otro requieren ley en la que el Congreso fija el contenido y alcances de lo que debe hacerse, por lo que las cámaras terminarían concibiendo y estructurando la reforma.
En otros momentos críticos, el país acudió a fórmulas supra o extraconstitucionales como el Plebiscito de 1957 y la Constituyente de 1991, que no estaban previstos ni reglamentados en la normativa vigente, pero que fueron validados jurídicamente por la Corte Suprema y políticamente por el pueblo en las urnas, ante la necesidad de superar serios impasses institucionales y de encontrarle salida al túnel en que nos habían colocado el ordenamiento que entonces regía y el comportamiento de varios actores de la vida pública. ¿Vivimos ahora situaciones comparables? ¿Es viable acudir a instrumentos y procedimientos excepcionales? ¿Qué piensan el Gobierno y los partidos? El vacío político en que estamos permite recordar una frase memorable de Churchill en emergencia parecida: “¡vivimos época de grandes acontecimientos y pequeños hombres!”.
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