Crítica Literaria
Mafalda, princesa de Asturias
25 de Julio de 2014
Juan Gustavo Cobo Borda
En 1964 aparece por primera vez Mafalda. Sus padres, una pareja de clase media argentina, sufren los cuestionamientos de esta enfant terrible que ve crecer su tropa de amigos, empezando por Manolito, el tendero que en todo vislumbra un buen negocio, aun cuando sus productos no ofrezcan altos niveles de calidad. Y Susanita, la arribista que ya tiene clara su intención de matrimonio de interés con un hombre muy rico. Lo aclara así: “¡Hijitos! Eso es lo único que yo le pido a la vida”, como le confiesa a Mafalda, sentada en su proverbial silla con el moño en la cabeza, para añadir luego “Porque el departamento, el auto, la heladera, el lavarropas, el televisor y todo eso pienso pedírselo a mi marido, no creas que soy estúpida”.
Quizás no lo era, pero Mafalda la contestataria, como se llamaría su primer libro editado en Italia, con prólogo de Umberto Eco, inauguraría una fulgurante carrera internacional, no sin contratiempos. En 1970, la censura española, bajo el mediocre régimen de Franco, obliga a los editores a colocar en la tapa la frase “para adultos”, cuando en realidad todos sus personajes son niños. Incluso el aún no nacido hermanito Guille, que le produce furiosos accesos de envidia a Susanita. Los papás de Mafalda les ganaron a los suyos.
Su fama crece por el mundo, de Alemania a Grecia, de Francia a Finlandia.
La preocupación de Mafalda por el destino del globo terráqueo que ella sigue angustiada en su radio transistor ante la ineptitud de sus dirigentes se ha vuelto universal. Pero más grave aún que la política, la censura, Vietnam, la inflación y la barbaridad de lo caro que está el costo de la vida, es el enemigo invencible que vuelve y reaparece: el plato de sopa.
El Citroën de los padres, el cariño que suscita, pelee a los vaqueros o demuela prejuicios, la van convirtiendo en una célebre pensadora, tan niña como filósofa. Así se le hará un monumento en San Telmo, en Buenos Aires, y no se vacilará en concederle el Premio Príncipe de Asturias, que todos los años entregaba el príncipe Felipe, ahora rey.
Allí estará en la buena compañía de Leonard Cohen, Philip Roth o Frank Gehry, ese dibujante llamado Joaquín Salvador Lavado, de Mendoza, Argentina, que en solo nueve años y 659 páginas (Ediciones La Flor) ha hecho una Biblia inagotable de humor y penetración. Donde Mafalda ve quizás envejecer a sus padres, comprobar que el mundo no mejora y lo importante, como dijo Julio Cortázar, no es lo que yo piense de ella, sino lo que quizás Mafalda pueda pensar de mí.
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