Cultura y Derecho
Macbeth en el cine
12 de Mayo de 2016
Andrés Mejía Vergnaud
andresmejiav@gmail.com / @AndresMejiaV
Todos tenemos un amigo esnob, quien levanta la ceja y mira hacia un lado cuando le contamos que vimos la adaptación cinematográfica de alguna gran obra teatral, como si la pantalla fuera menoscabo de la majestad del teatro. Esta es una actitud bastante tonta, a la que no se debe prestar atención. Para empezar, las obras de teatro fueron escritas para ser interpretadas, más que para ser leídas (lo cual no demerita tampoco el goce de leerlas); y siempre, desde la Atenas antigua, fueron escritas para ser motivo de goce y entretenimiento, incluso cuando sus temas alcanzaban altos niveles de complejidad reflexiva (¿no gozaban como locos los atenienses con las obras de Sófocles, acaso?). No hay nada de malo en trasladar esa representación al mundo del cine, el cual además le imprime su toque peculiar por la abundancia de recursos que ofrece (exteriores, efectos especiales, planos diferentes, entre otros). Y la más reciente oportunidad para disfrutar de una gran pieza teatral llevada a la pantalla la tenemos en Macbeth, del joven director australiano Justin Kurzel (está disponible en Netflix y todavía en algunas salas).
Mucho se puede conversar sobre las adaptaciones cinematográficas de las obras de Shakespeare, que son numerosas y de muy diversa calidad. Hay varias de Hamlet, y la más aclamada es la de Kenneth Branagh (1996). De otras de sus obras, a mí en particular me gustan la adaptación de Ricardo III, de Richard Loncraine (1995), y El mercader de Venecia, de Michael Radford (2004), protagonizada por Al Pacino y Jeremy Irons.
Lo primero que hay que decir de Macbeth es que es una tragedia impresionante, tal vez toda ella un retrato del mundo de la política y el poder. Es decir, de aquel mundo donde la ambición y la traición son la ley, y la miseria es el destino ineludible del vencedor.
Macbeth es el nombre dado en inglés a un cierto rey escocés que habría vivido en el primer siglo del segundo milenio. Hay algunos testimonios sobre su vida, y se sabe que, en la época de Shakespeare, era muy popular un texto que contaba las historias de varios reyes, entre ellos Macbeth. Sin embargo, la mayoría de historiadores cree que la obra no es un retrato fidedigno de la vida de este rey, sino que es una reflexión libre de su autor.
Una reflexión que se concentra en las acciones de Macbeth, un fiel servidor de su rey, quien es luego tentado por la ambición que le habla por boca de su esposa, Lady Macbeth. Dicha tentación le lleva a traicionar al soberano, a quien tan fielmente ha servido, y a coronarse rey él mismo, desencadenando así una serie de sucesos trágicos que retratan el mundo del poder y la traición.
En esta versión cinematográfica en particular, hay aspectos que me dejaron fascinado, y otros no tanto así. Es fascinante la ambientación, que transmite el frío, la soledad y lo rudimentario de esa Escocia medieval; fascinante también la escenografía de interiores, que logra transmitir tensión, miedo, algo de macabra solemnidad; fascinante la interpretación de las brujas, personajes de gran importancia en la obra. Es encantadora la fidelidad al texto original y al formato del verso, el cual a veces se sacrifica en las versiones cinematográficas del teatro.
Todavía no sé qué pensar de la actuación de su protagonista, Michael Fassbender, actor aclamado a quien por primera vez vi en Shame. A favor de él, habría que decir que, en consenso de los expertos, Macbeth es tal vez el personaje más difícil de interpretar: requiere que el actor encarne de manera convincente, en un lapso muy breve, a un servidor leal y a un traidor depravado y sanguinario. El papel de Fassbender, sin embargo, lo encuentro inexpresivo; para decirlo en términos simples, me parece que hace la misma cara durante toda la obra. Me gustaron las actuaciones de Marion Cotillard (famosa por su interpretación de Edith Piaf) en el papel de Lady Macbeth, y sobre todo la de Sean Harris en el papel de Macduff, un noble que tiene el rol central en el desenlace de la tragedia.
Dicho lo anterior, esta nota solo puede terminar con una invitación a que cada espectador vea la obra y forme su propia opinión. Pero, sobre todo, a que la disfrute, así como los atenienses gozaban yendo a ver las obras de los grandes autores antiguos. Sin acartonamiento, pues para ese goce se escribe el teatro.
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