Crítica literaria
Luis Fernando Charry, ‘La naturaleza de las penas’
01 de Febrero de 2013
Juan Gustavo Cobo Borda |
Los Casas se vienen abajo. Esta familia bogotana, cuyos límites van del Bosque Medina a Anapoima, ve cómo uno de sus hijos, Lorenzo Casas, prefiere tener delante suyo la larga fila que incluye Bloody Mary, Dry Martini y muchos whiskys dobles, antes que los negocios de urbanizador sin éxito. Su última genialidad: un cementerio en Subachoque.
Su mujer Margarita, en cambio, ha dejado en su momento la Javeriana por Los Andes y la literatura por la pintura. Es posible que en este campo tampoco llegue a ser la Virginia Woolf con que fantaseó. Así es todo el asunto: matrimonios desvencijados, promesas incumplidas, ya dos hijos, y 39 y 32 años, respectivamente.
Pero hay un padre, Lorenzo María, con alzhéimer, y un hermano, Antonio, reprimido y un tanto mudo, que ha conseguido, no se sabe cómo, una barranquillera de cuerpo suculento, con la que se casará. Se trata de Rita Michelsen, cuya índole ambiciosa sintetiza muy bien Luis Fernando Charry (1976) con un tono desapegado y eficaz. La pinta así:
“Camaleónica e intrépida, sabía moverse en el ambiente bogotano, donde por lo demás no hay que ser bachiller para triunfar. Hay que tener apenas un talento. Y Rita lo tenía. De sobra. Lo explotaba a su vez en sus múltiples facetas: la facilidad verbal (costeña), la discreción (cachaca), la alegría desbordante (costeña), la seriedad extrema (cachaca), el mal gusto (…)”, p. 62.
A la novela debe reconocérsele, en primer lugar, la agilidad de los cortos capítulos, lo punzante de sus diálogos, y la visión desencantada de un mundo falso y sin fundamento. Lorenzo seducirá a la mujer de su hermano, ya que al estudiante del Anglo Colombiano lo que en verdad lo motiva es cualquier mujer, prostituta, dentista o sicóloga, porque su cinismo le ha enseñado que en la velocidad de las cosas nada dura, y mucho menos “las noches bogotanas siempre cortas, insustanciales, vacías”. Por ello mismo la habilidad técnica y los virajes estilísticos del libro alcanzan a mantener vivo el material deprimente, de droga y sordidez en muchos casos, que solo resurge cuando el engaño compartido ofrece una postrer ancla para semejante naufragio.
Tenemos así un acerado retrato de quienes frecuentan galerías de arte o campos de golf y tenis, pasean mascotas y no desdeñan nunca un cacho de marihuana o un último trago. Porque ahora lo sabemos bien, Lorenzo no es más que “un creador innato de falsos juramentos”, ahogándose cada vez más en esos rituales vacuos. Los almuerzos familiares, la traición de su mujer la pintora con un sucio y grotesco seudopintor, entre la Soledad y las Torres del Parque.
Todo parece darse al borde de la extinción, pero las heridas de las trifulcas no se cierran, del todo, cuando ya sobreviene la nueva crisis, pero esta no se resolverá, ni mucho menos, con un suicidio. Solo abriremos los ojos con un guayabo más atroz y un dolor de cabeza más fuerte. Pero este es el mérito de esta novela que demuele una clase ya agonizante con su certera mirada.
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